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LOS QUIJOTES DECADENTES

III

Primera parte

Segunda parte

Emiliano González

 

George Sand se muestra cervantina en su primera novela, Indiana (1832), en que el tema es una joven enloquecida por “aquellas placenteras y pueriles ficciones en que el corazón se interesa por el éxito de fantásticas empresas e imposibles felicidades”. Y es que “los proyectos novelescos, las empresas peligrosas lisonjean su débil imaginación, como los alimentos amargos despiertan el apetito de los enfermos”. La vida monótona y sombría de Indiana se excita “con los ruidos, los rápidos movimientos y las emociones de la caza, esa imagen abreviada de la guerra”. Ella parece despertar de su letargo. Conoce tan poco el mundo que convierte su vida en una novela trágica. A Indiana la atrae el riesgo, y pasa por desgracias que la llevan a un final horrible: el suicidio, efectuado junto con su amado primo, ante una catarata. Y sin embargo, el final es ilusorio: ambos se salvan, el suicidio es frustrado (como en una escena de Sueño de una noche de verano) y ellos se alejan para siempre de la sociedad, para vivir en contacto con la naturaleza. Este final, después de los males del mundo, nos recuerda Cándido de Voltaire. La alusión al amante esclavo, seguida de la imagen de Indiana envuelta en un abrigo de pieles, ya prefigura La Venus de las pieles, pero en la novela de Sand la heroína es víctima, justamente por haber sido caprichosa y cruel. En la novela de Masoch, el aparente humor negro del comienzo acaba en mero fetichismo, en descarado masoquismo. En la novela de Sand, lo irracional es integrado a la literatura romántica. En la obra de Villiers de l’Isle Adam, Axel, un Quijote decadente, los amantes sí se suicidan.

Otro Quijote decadente es El vicio supremo (1884) de Joséphin Péladan, una novela que se inicia en un boudoir (gabinete) lleno de silencio y de sombra ––elementos del primer capítulo de Indiana de Sand––, y el silencio mece y la sombra es lánguida. En el cuarto capítulo percibimos “sotos llenos de sombra”, un “silencio lleno de voces” y un “sueño lleno de vida”, de los que surge la fascinación. Silencio y sombra provienen de los poemas de Poe con esos títulos. Hija de Marie-Beatrice d’Este (princesa y amazona, cazadora desdeñosa de los hombres), Leonora conoce el Renacimiento debido al duque Torrelli, amante de la madre, que al morir ésta se vuelve tutor de la niña de ocho años, a la que lleva a Florencia y a la que pervierte lentamente, al mostrarle el mal como más importante que el bien y el vicio como más seductor que la virtud. Así destruye el sentido moral de la niña, estimulando el carácter de atavismo que luego adquieren su vida y su pensamiento. El segundo preceptor, Sarkis, que se ocupa de ella cuando tiene doce años, es pre-freudiano, ya que compara al humano con la historia: “Considerando a la humanidad como un ser pasional que tiene civilizaciones en vez de evoluciones sucesivas, pintaba con letras grandes cuadros sintéticos y los rodeaba de innumerables cuadritos en que revivían lo íntimo, lo privado, lo individual de cada época, hasta en sus modas de hábitos y vicios…” Arrancando velos a las estatuas, máscaras a los hombres, eufemismos a las palabras, con ciencia y poesía, le muestra a la joven princesa “a la humanidad desnuda, en las lepras de su cuerpo, en la perversidad de su pensamiento, en el egoísmo de su corazón”. Sin embargo, a diferencia de Freud, Sarkis es puritano, anti-sensual: el ideal es la continencia, la castidad, un alma sin debilidades y un cuerpo sin deseos. Fausto es preferible a Don Juan. Como Ariosto escribió poemas para su abuela Leonora, y Tasso celebró a su otra abuela (Lucrecia Borgia), la joven Leonora los lee, pero también lee a otros autores, todos trágicos: Esquilo, Sófocles, Dante, Shakespeare. Leonora va desarrollando un complejo de Diana o de Godiva, pues castiga a los que la ven desnuda: tortura a sus admiradores permitiéndoles mirarla desnuda en el baño sin darles nada más, y ante un poeta que le declara su “amor loco”, Leonora trata de darle a su complejo de Diana o Godiva una dignidad cultural, y llama profanos a los labios de la mujer y sagrados a los de la musa. Los amores del poeta no deben ser terrestres sino celestes. La mano que acaricia ahoga al genio, y sólo éste puede salvar del amor de Leonora al poeta. Leonora cree que la aristocracia es fina y que la suprema aristocracia es la virginidad. La sirena es para el poeta, aunque no sea un marino imprudente, lo cual nos recuerda los ritos de Diana Nemorensis, en que era sacrificado el sacerdote de la rama dorada, injustamente. Cuando Leonora posa para un artista que quiere hacer una estatua de la perversidad, Leonora no niega que su cuerpo es andrógino y que el androginato es el vicio plástico. El escultor confiesa que su mano ha ido depravándose al elaborar su estatua andrógina. Leonora misma ha modelado su cuerpo según “un ideal perverso de Artemisa moderna”.

Y es que Leonora es “un espíritu andrógino en que la fría lógica del hombre” redobla “la aguda malicia de la mujer”. Deforma aquello que ve, ridiculizándolo, caricaturizándolo, comparando humanos con bestias, etc. Leonora ha mordido con orgullo “los frutos ácidos y brillantes del árbol de la ciencia”. De este fragmento proviene el título de Hernández Catá, Los frutos ácidos. Leonora parece “un ángel de misal, desvestida como virgen loca por un imaginero perverso”. Del fragmento proviene la virgen loca de Rimbaud. Leonora tiende al lesbianismo: sus amigas la atraen por los bellos cuerpos y caricias dulces, que prometen el placer que ella desea. Se pasea, erudita, por el Campo Santo de la historia, evocando héroes y monstruos “en una nigromancia amorosa”. El amor es “un bello adolescente sobre un perico más grande que un águila”, y Leonora alucina que Antinoo, el liberto de Adriano, se le aparece y la llama hermosa como Afrodita e inteligente como Atenea. La novela La cámara oscura de Leonard Cline, novela en que hay ritos de Diana y en que el personaje central es una versión moderna de Acteón, se ve anticipada por este fragmento: “La vida retrospectiva, ese hábito de las inteligencias decadentes, ese paraíso artificial que consiste en crearse una identidad en el tiempo difunto y en vivir horas de sueños en las civilizaciones muertas para escapar al nauseabundo presente; tal fue su único placer”.

Gaga, una prostituta, le dice a un duque: “Sólo en el palacio tendrá a Gaga a gogo (a sus anchas)”.

Leonora siente una aguda voluptuosidad al golpear a Gaga, pero después se desmaya y al despertar tiene una crisis nerviosa. Leonora queda sangrante e idiotizada después de copular con un príncipe sádico que tiene garras de felino bajo miradas, palabras y gestos de terciopelo. Los golpes propinados a Gaga, la cópula brutal y furiosa, despiertan en ella a la lujuria y su defecto se vuelve exceso.

Hay otros personajes interesantes, aunque secundarios, en la novela: el duque de Nîmes, “perverso por vocación y virtuoso por desgracia de Dios”, M. Cadenet, “músico obsceno”, la Nina, con doble personalidad, en hábito negro, con la cabeza afeitada, semejando “la Diótima de Platón modernizada por Rops” y caminando como Herodías, danzando, es conscientemente “el andrógino pálido, vampiro supremo de las civilizaciones envejecidas, último monstruo ante el fuego del cielo”. También está el sádico Iltis, que cree en “la irresponsabilidad absoluta del hombre, del tigre y de la mujer”. Y es que “la virtud es artificial”, contra natura, fantasía de la civilización. Para los salvajes, el coraje es una necesidad. La belleza es preferible a la bondad.” Iltis declara, “en nombre del estudio pasional, que el instinto es la ley y el mal es la esencia orgánica, la necesidad y por ende el derecho de la humanidad”. Para Merodack, en cambio, el análisis pasional tiene su hilo de Ariadna en el rincón bueno de los malos y el rincón malo de los buenos. Antar, perseguido por el fantasma del andrógino, dice que la lira latina rompe sus cuerdas bajo la inspiración de la locura, y si sus acordes son tan penetrantes es porque “la mitad, la mejor mitad del cerebro de occidente se resquebraja y se descompone”.

Lady Astor se ve seducida por “la estética del mal, ese vicio sobrenatural en que la aparición dobla las campanas de las decadencias”. Esa estética desarrolla en Lady Astor “lo que la Iglesia llama el Espíritu de Maldad”.

Merodack se aleja de “las obras tenebrosas en que los murciélagos de la alucinación, volando en zigzags, enervan y deprimen el cerebro, por el contacto del terciopelo húmedo de sus alas.”

Disfrazado de Casandra en un baile de máscaras, Sarkis le dice al joven Merodack que tiene el arte de hacer enemigos, frase que influye sobre el pintor Whistler, pues escribe el libro El arte gentil de hacer enemigos (1890).

Para Merodack, la magia es “ciencia del deseo, educación de la voluntad”. Asimismo, observando a Leonora, dice que “las poluciones de la imaginativa conducen a la espermatorrea de los pensamientos”, frase que se vuelve después en un libro de Crowley esta otra: “La mente es una enfermedad del semen” (El libro de las mentiras). En la novela de Péladan destaca este fragmento: “Hay ceguera en la satisfacción del instinto, y locura en la perpetración del mal, mas concebir y teorizar exigen una operación calma del espíritu, que es el Vicio Supremo.”

Admitir el sofisma o error filosófico, ¿no es hacer de la blasfemia un acto de fe, no es decir la Misa Negra?…

Razonar, justificar, volver heroico el mal, establecer el ritual, demostrando su excelencia, es el Vicio Supremo.

En el “sabbath” del verbo, los hechiceros profanan y manchan la idea y, hartos del vicio conocido, buscan vicios nuevos. El Sabazius del espíritu determina el del cuerpo; el pensamiento perverso origina la acción criminal.

La magia más alta y más práctica, según Merodack, es el catolicismo. La teoría de la perfección cristiana no es otra cosa que la iniciación más sublime, porque no tiene otra finalidad que complacer a Dios. Merodack invita a la princesa D’Este a suavizar el orgullo y a detener sus ensueños de lujuria (exceso sexual). Esto anticipa la actitud de Crowley en la novela Niña lunar, en que está el control del lobo rojo (símbolo de sexualidad agresiva) por medio de la templanza.

Leonora al final de la novela se va con Sarkis a Egipto, para que su pasión renacida cambie de aires o bien para buscar esa magia con que la ha deslumbrado un viejo rabino, y para regresar con encantos invencibles y sortilegios infalibles.

Hay otros fragmentos buenos en la novela. De pronto dice Leonora que la banca “pertenece a los semitas y ellos no dejarán prosperar una gran banca aria”. Cuando un tal Genneton dice que los judíos sudan oro, Leonora lo llama ignorante y elogia la Biblia (poética) y la Cábala (filosófica). Otro fragmento notable es el siguiente: “Una actividad individual siempre se da en razón de una pasividad colectiva. La actriz es en el teatro un magnetizador inconsciente de la ley de atracción sexual.”

Péladan es precursor de Jung cuando se refiere al “inconsciente inferior colectivo” en su libro Cómo convertirse en hada (erótica), publicado en 1893. Sin embargo, el adjetivo “inferior” no es de Jung. Al usarlo, Péladan se muestra puritano, pues ese inconsciente colectivo es el instinto, llamado bíblicamente “Nahash” por Péladan, que cree que ese instinto es el Diablo, al cual se opone la Iglesia, considerada “madre colectiva” por Péladan. Para controlar al instinto Péladan propone el “inconsciente superior”, de cuerpo y alma, representado por la Iglesia. La mujer es puro instinto, pues no es razonadora. En la “erótica” de Péladan, rosacruz, la mujer es una especie de luna que refleja la luz solar del hombre. La inteligencia de la mujer, presente en El vicio supremo, desaparece en Cómo convertirse en hada. Es de notarse que los escritos literarios, narrativos, de Péladan, son revolucionarios, y los escritos teóricos, rosacruces, son reaccionarios.

Péladan en sus teorías rosacruces es sectario y dogmático. En vez de llevar al plano artístico al autor villano, como Baudelaire o Pessoa, tiene una doble personalidad. La mejor personalidad de Péladan está en sus escritos literarios, en sus novelas. En sus escritos teóricos, la mujer es sólo musa, y las musas no son creadoras. La mujer “debe escuchar y saber hacer hablar, mas no debe hablar”. Dante es “demasiado alto” como para ser comprendido por mujeres. La mujer no puede ser filósofa, poeta, artista ni sabia. “Podría desterrar de bibliotecas y museos e esfuerzo femenino sin dejar un vacío”. La mujer es hada, reina de sentimientos, cuyo deber es proteger la virginidad de los jóvenes y salvar al efebo del vicio y la vulgaridad para renovar a la estética. Péladan en su “erótica” es enemigo del humor: “la caricatura, lo cómico, lo contemporáneo y lo real son las vergonzosas enfermedades de la sensibilidad artística.” Péladan elogia la ausencia de sonrisa de Elizabeth Siddall, rasgo neurótico que nos recuerda a Zoza, personaje de Basilio que nunca sonreía, como Zoroastro o Heráclito (dato que figura en el Pentamerón de Basilio). La mujer pobre puede ser hada, siempre y cuando pueda volverse rica. Entre los pre-rafaelitas, Péladan toma en cuenta a Ruskin ––que en ocasiones es muy puritano––, a Rossetti, a Burne-Jones, a Watts, mas no a Morris. El radicalismo aristocrático de los amigos de Zoroastro o Zaratustra (el pseudo-mago persa) lo aleja de las actitudes materialistas y dialécticas ––en filosofía y letras–– y marxistas ––en el plano político–– de Morris.

George Meredith en su novela Diana de las encrucijadas (que también puede traducirse como Diana de las maneras enfadadas) ofrece una versión cómica de El vicio supremo, en que el complejo de Diana o de Godiva es satirizado.

Péladan en sus escritos teóricos es kantiano, pues considera a la mujer un ser puramente emotivo, y es que Kant, al hacer su lista de diferentes y opuestos armoniosos, pone al hombre como inteligente y a la mujer como sensible. Péladan modifica a Kant en sus novelas, pues le da a la mujer una parte masculina y al hombre una parte femenina, y ambas partes están en la mente, no en el cuerpo. En sus ensayos rosacruces, en cambio, Péladan es meramente kantiano y repite ––como un loro en una pesadilla de opio–– a su maestro. La parte masculina de la mujer se vuelve el animus de Jung, y la parte femenina del hombre se vuelve el anima del mismo psicólogo, influido también por el poeta Samain y por el prosista Rodó.

Cerca del final de El vicio supremo, la princesa se siente atraída por un monje. La voluntad perversa de ella, reavivada por la voluntad santa de él, vuelve para pervertir su luz astral, y los fantasmas malignos que ella envía al monje le son inconscientemente devueltos e incrementados. En vez de obsesionar al monje, ella se ve obsesionada.

La respuesta del monje, “Después, hermana”, respuesta parecida al for ever del cuervo de Poe, borra su sonrisa de Lisa. Ella quiere convertir al monje en bestia. Y ve el fruto prohibido fuera de su alcance.

Péladan en su novela hace un viaje de iluminación gradual desde el silencio y la sombra de las noches en que Leonora está enfebrecida de ensoñaciones púberes hasta el momento en que Don Juan y Doña Juana son “niños terribles” (así dice Péladan) que “revientan todos los tambores con la esperanza de encontrar una pequeña bestia en uno de los dos”.

Continuará…

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Emiliano González

Autor de Miedo en castellano (1973), Los sueños de la bella durmiente (1978, ganador del premio Xavier Villaurrutia), La inocencia hereditaria (1986), Almas visionarias (1987), La habitación secreta (1988), Casa de horror y de magia (1989), El libro de lo insólito (1989), Orquidáceas (1991), Neon City Blues (2000), Historia mágica de la literatura I (2007) y Ensayos (2009).