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MÁS VIVOS QUE NUNCA

 

Edna Montes

 

 

«¿Te he contado la historia de la familia H?». Cuando mi tía abuela soltaba una frase así, mi entusiasmo se disparaba. Siempre estaba suplicándole a los mayores que me contaran una buena historia de fantasmas. Había de todo: terribles espíritus asolando España como resultado de todas las bajas que produjo la guerra civil, espantos de alguna vecindad de la Ciudad de México y hasta monjas con tesoros enterrados. La familia de mi abuela vivió muchos años en el centro de la Ciudad de México, donde las leyendas rondan cada noche. El misterioso caballero con vestimenta porfiriana que paseaba cerca de la Academia de San Carlos, los frailes y los soldados eran espectros recurrentes en una zona que ha albergado a toda clase de personas a través de los siglos.

Es fácil suponer que los fantasmas han existido desde los albores de la humanidad. La materia prima se consigue sin problemas: basta pensar que el primer humano en fallecer ya tenía un espíritu perfectamente capaz de vagar. Una de las primeras cosas de las que la raza humana tomó consciencia fue la muerte. En la antigüedad, el índice de mortandad era muy alto, los decesos ocurrían prácticamente a diario y no existía forma de evadir el hecho de que, tras el proceso, sólo quedaba en las manos de los deudos un cuerpo inerte. Tal vez creamos el alma para consolarnos pensando en un más allá o porque todavía no teníamos forma de entender las operaciones cerebrales que conforman la identidad de una persona. Sea como fuere, el fantasma tuvo la misma génesis que todos los monstruos: el miedo.

El primer miedo a derrotar es aquel que sentimos a la muerte, ese terreno desconocido y lleno de misterio. Pensar que nuestra existencia termina de forma tajante cuando nuestro cuerpo deja de funcionar es muy mal consuelo, entonces comenzamos a teorizar sobre un «más allá». Luego nos creamos un nuevo miedo al imaginar que el más allá puede ser genial o un sitio de tortura, ante la incertidumbre sólo nos queda preguntarle a aquellos que lo saben. Poco a poco dejamos atrás las apariciones fortuitas o los ritos para calmar la furia de quienes morían de formas violentas o accidentales, los cambiamos por nuevas formas de invocarlos. La referencia más clásica a esto es la Necromancia (del griego necros «muerte» y mantia «adivinación»); en las culturas griega y romana era una práctica muy popular, la cual se refería a invocar a los espíritus para hablar con ellos o, a un nivel un poco más grotesco, ejercer la adivinación con vísceras y otros restos cadavéricos. Fuentes históricas nos dicen que los pueblos de Persia ya la practicaban, así como los babilonios. El mismo Odiseo la usa tratando de invocar a los muertos en el Hades, con un hechizo que aprendió de su amante Circe. Incluso la Biblia registra el caso de la bruja de Endor, quién invocó al espíritu de Samuel en presencia de Saúl; por desgracia, ya en el Deuteronomio se prohíbe la práctica caananita de invocar a los muertos.

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A lo largo de la historia, nuestros fantasmas y sus visitas, ya sean terroríficas o consoladoras, nunca nos han dejado. Hay épocas en las que todo se pone más interesante. Entre 1765 y 1815, la literatura gótica rescató los ambientes lúgubres con todo y sus fantasmas. Esa creciente fascinación por lo sobrenatural llegó a la cima a mediados del siglo XIX, cuando el francés Allan Kardec (seudónimo del pedagogo francés Hippolyte Léon Denizard Rivail) sistematizó el Espiritismo. Esta creencia de que los seres sin cuerpo material, es decir, los espíritus, pueden entrar en contacto con los humanos.

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Esto desencadenó a su vez la proliferación de médiums que se decían capaces de poner a los muertos en contacto con sus seres queridos. El auge de la sesiones espiritistas en la era victoriana nos legó un invento entrañable para el horror moderno: la tabla Ouija. Con patente registrada el 28 de mayo de 1890 en EU, la tabla que contiene las letras del alfabeto grabadas junto con «Sí», «No» y «Adiós» (El «Hola» fue añadido posteriormente) fue la materialización de las «planchettes» o tablas parlantes que ya circulaban en Europa. El método supremo para recibir mensajes dictados desde el Más Allá.

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La corriente espiritista se ganó muchos adeptos en los círculos políticos y literarios, como Charles Dickens, Víctor Hugo, Arthur Conan Doyle, Abraham Lincoln y el mismísimo Francisco I. Madero. El presidente mexicano conoció la novedosa doctrina en Francia, donde además se descubrió como un «médium escribiente». Ahora tenemos acceso a las cartas en que Madero escribía en estado de trance, firmadas por sus dos hermanos fallecidos «Raúl» y «José». Fue éste último con quien se «carteaba» respecto a la política nacional y sus esfuerzos por derrocar a Porfirio Díaz. En una cultura que honra a la muerte desde tiempos prehispánicos, no es de extrañar que el espiritismo echara raíces en la clase alta porfiriana. A los mexicanos nos gusta mantener vivos a nuestros difuntos, celebrar la vida reconociendo su inevitable final.

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Ahora, yo le repito a mis sobrinos la historia de la monja que espantó durante años a la familia libanesa H. en el centro de la Ciudad de México. También que una noche le reveló a uno de los niños dónde estaba escondido su tesoro y su única condición para estar en paz era llevar un rubí, contenido en el cofre, al Vaticano. Ya sea al calor de una cena familiar, de las ofrendas del Día de Muertos, en películas o en un buen libro, los fantasmas están más vivos que nunca.

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ednaEdna “Scarlett” Montes
Lectora, escritora y friki irredenta. Egresada de Miskatonic con tarjeta de cliente frecuente en Arkham. Tiene tantos fandoms que ya hasta perdió la cuenta. Divaga mientras espera que Cthulhu despierte de su sueño en R’lyeh o al fin le entreguen su TARDIS; lo que ocurra primero.

@Edna_Montes