Seleccionar página

MUGRE PUNZOCORTANTE

Amaury Colmenares

 

 

Camino en la oscuridad de la calle. Todos duermen tibios en el interior de esas casas que me rodean. Están a dimensiones de distancia, unos paseando en coche, otros fornicando con personas imposibles, otros brincando muy alto, como si la gravedad fuese más ligera. Siento el frío que me entume la cara y las ventanas apagadas como ojos que me miran con disimulo. Los edificios, vacíos centinelas que velan el sueño de sus entrañas. Ahí, en la mitad de la cuadra, entre las sombras de los árboles, está la puertita de mi casa. Unos metros más allá la esquina del farol de luz amarilla, que a ratos se apaga. Un aironazo y la luna sale de entre sus vaporosas cobijas y con su luz blanca se dibuja una sombra junto a mi puerta. Camino más despacio. Es un hombre que me da la espalda, tiene la cara hacia la pared y sólo puedo ver su nuca de pelo desordenado. El aire arropa de nuevo a mi foco cósmico y tropiezo en la oscuridad con un juguete. Escucho que algo se arrastra y cuando volteo el hombre ya no está ahí. Corro hacia la puerta y la abro a toda prisa. Una vez dentro me asomo por la ventanita: al final de la calle veo al hombre dar la vuelta en la esquina, bajo la luz del farol, y distingo manchas de sangre en su camisa blanca. Un tanto nervioso subo las pequeñas escaleras y entro en mi cuarto (diminuto cuarto) y cierro la cortina. La piyama está fría pero las cobijas son gruesas. No puedo conciliar el sueño, a lo lejos un gato llora como niño, o viceversa…

Siento que algo pasa. Escucho cosas ahí afuera. Pero cuando abro los ojos y pongo atención… nada. Hay como una calma. Eso es lo raro, por supuesto que hay calma, es de noche y todos duermen. Lo extraño es que se sienta la calma. Es una calma viciada, enferma, y por eso se deja sentir… ¡ahí está! Hay algo como una voz. El viento pero otra cosa. Una respiración lenta pero fuerte. Un ruido continuo y grave que sólo se nota cuando se detiene, cuando abro los ojos y me doy cuenta de que había un sonido, un… ¿gemido? Tal vez sea mi propia respiración que se hace más profunda cuando por fin logro dormir…

¡Ahí está! Lo he escuchado, estoy seguro. Un hipo ahogado. Está ahí afuera. No quiero asomarme. Si hay algo, ¿qué podría hacer? ¿Saberlo? Sólo lograría entrar en pánico. Aunque si me asomo y no hay nada, qué tranquilidad, cerrar los ojos sobre la almohada hasta mañana cuando el miedo se disuelva en el sol. Pero para eso hay que asomarse ahora. Poco a poco cierro los ojos y me levanto y abro la cortina y me despierto. Odio que eso me pase, soñar con lo que uno sabe que tiene que hacer y no quiere. Abro la cortina y me despierto otra vez. Entiendo que así no voy a descansar y reúno fuerzas. Me levanto, me pongo las chanclas, doy tres pasos y me planto frente a la ventana. Con la mano ya en la tela escucho de nuevo… algo se arrastra. Corro la cortina y la calle está desierta. Pero el ruido continúa a lo lejos. Abro la ventana y me asomo. Allá, en la esquina, el hombre camina despacio, arrastrando los pies. Me da coraje, maldito borracho merodeando mi casa. Cuando dejo caer la cortina mis ojos pasan por el otro lado de la calle, y distingo una silueta. Enseguida quito de nuevo la cortina y me fijo con atención, pero ya no hay nada, sólo el muro blanco y liso. Me acuesto de nuevo y lejos, muy lejos, el sol brilla en un medio día oriental…

Esta noche es larga, muy larga. Siento que ya debería haber terminado, pero miro el reloj y me cercioro con desesperación de que falta mucho para el amanecer. Y yo, hombre hecho para el humor, aquí, muerto de ansia… ¿por qué? Tomé demasiado café. No es sólo eso. Algo ocurre afuera. Siempre tomo demasiado café, y siempre es de noche, y siempre hay un silencio sepulcral. Pero no siempre hay esta calma. La noche agazapada y yo solo, el único despierto, rodeado de cuerpos dormidos que bien podrían estar muertos. Y mañana seré el único ojeroso que andará por las calles medio dormido. Siempre solo…

Ahora sí escuché algo… ¡jadeos! Jadeos y un ruido que se repite con ritmo. Madera golpeando un muro. Una pareja cogiendo. Sexo y yo aquí, como buen católico, asustado y sin poder dormir. Me da risa. Pero qué ímpetu. Demasiado ímpetu. Pongo atención. Son jadeos extraños, como con eco. O son más de dos. Toda una orgía por ahí y yo sólo puedo tocarme, nada mejor para relajar la noche. Un ruido más fuerte, esta vez metálico, me saca del trance. Me siento. Viene de la calle. Se hace más fuerte. Lo que había creído un escándalo filtrado por muros es un murmullo al aire libre que ahora se hace más y más fuerte. Alarmado corro hacia la ventana. La cabeza me da tumbos y me tiemblan las manos. Corro la cortina y miro a través del sucio cristal: en la acera de enfrente hay tres personas que han tomado el gran portón de madera y lo mueven y lo jalan cada vez con más fuerza, cada vez más rápido. Lo zarandean como si quisieran quitarlo. Lo agarran de las molduras, de las aldabas, de donde se pueda. El árbol no me deja ver bien, pero creo que ahí está el maldito borracho con otros dos mugrosos. Estoy tan sorprendido que no se qué hacer. Nunca me ha pasado algo así. Es obvio que no podrán quitar el portón (hasta la frase me parece absurda), y como esa casa está deshabitada, no habrá una pelea. Se aburrirán y se irán. No quiero ser visto y dejo caer la cortina. En la oscuridad el miedo cesa, igual que el ruido. Decido no meterme en problemas y me meto en la cama. Después de todo, así funcionan las cosas en esta ciudad…

Me despierto sobresaltado pero no sé por qué. Estaba ya tan dormido que me pesa el cuerpo, me hormiguea el brazo. La cortina no ha cubierto toda la ventana, ha dejado una sección de cristal desnuda, y por ese espacio triangular veo la luna, brillante. Su rayo de luz cae exactamente en mi ojo izquierdo. Dormido he sentido un resplandor plateado y eso me ha despertado. Me levanto para cerrar bien la cortina. Sin querer miro hacia afuera: hay cuatro personas paradas en medio de la calle, inmóviles y con la cabeza baja. Siento un golpe de espanto que me cierra la garganta. Asomo un poco más la cabeza y veo que hay otra persona más bajo mi ventana, justo junto a mi puerta. Los veo alumbrados por la pálida luz. Están tan quietos que no quiero moverme, como si pudiesen notar las vibraciones de mi cuerpo. Ni siquiera se miran… tampoco sé qué miran, pues apenas distingo sus rostros. Están sucios, con la ropa medio rota. El corazón me late tan fuerte que no puedo respirar, no puedo dejar de verlos, como si de tanto verlos fuera a comprender quiénes son y qué hacen ahí. Puedo escuchar cómo respiran. Cuatro respiraciones profundas y continuas, como si no inhalaran por tener hoyos en los pulmones. Ahora comienzan a caminar. Primero uno, el que estaba justo en medio de la calle, cojea de una pierna y avanza hacia la esquina con sonido de roce de telas. Los demás lo siguen. Siento un gran alivio cuando el que estaba junto a mi puerta se marcha dándome la espalda, ahora camina haciendo ese ruido como de zapatos mojados. ¿Qué hubiera pasado si hubiese tocado a mi puerta? Camina encorvado y es el último en perderse allá en la oscuridad de la calle, pasando la luz del farol de la esquina. Todavía los escucho caminar lentamente a lo lejos. Voy al baño procurando no hacer ningún ruido, y me siento ridículo, tan asustado por personas que estaban haciendo nada. Orino sin hacer ruido como para no quebrar la noche. Regreso a mi cama, al calor de las cobijas, y descubro que estoy sudando. Me pregunto por qué nadie ha hecho nada cuando esas personas azotaban el zaguán, aunque claro, yo tampoco hice nada. Y qué podría haber hecho, ¿llamar a la policía? Tal vez ellos eran policías….

Sin abrir los ojos agradezco el nuevo día. Afuera se distinguen ya los ruidos matutinos de los madrugadores que caminan en silencio para no molestar a los afortunados que, como yo, pueden permanecer en cama hasta que salga el sol. Gente que va a trabajar bien temprano, toses ligeras, carraspeos. Mañana tranquila, ni autos ni pájaros…

Abro los ojos y, de golpe, la oscuridad. ¿No hacía ya tiempo que había amanecido? Me levanto aturdido, un poco asustado. Hay un silencio frío, interrumpido por toses ahogadas y pasos. Pero aún no amanece, eso es seguro. Entonces cuando me desperté la última vez el día todavía estaba lejos… Camino hacia la ventana y lo primero que miro es el cielo. Negro (aunque la luna ya no está). Y reparo en la gente que está en la calle. Caminan lentamente, sin rumbo. Han de ser veinte, y de vez en cuando chocan lentamente, despacio sus cuerpos se embarran sin detenerse, indiferentes, y siguen su camino hasta encontrar un nuevo obstáculo. La calle se ve más quieta aun con esas cosas deambulando… he pensado cosas. Aunque algunos llevan chamarras y otras aretes brillantes, su comportamiento es imbécil. Un fuerte y prolongado gemido justo bajo mi ventana me sorprende tanto que al mirar abajo grito sin querer: una de esas personas está parada ahí, con el cuerpo echado hacia atrás y los brazos balanceándose en el vacío y la cabeza hacia arriba. Me está viendo. Tengo tanto miedo que no se qué hacer. Me aterra la idea de apartarme de la ventana así nomás, no quiero dejarlo ahí. Al escuchar su gemido otros comienzan a acercarse lentamente. No lo había notado, pensaba que seguían dando rodeos y golpeándose unos contra otros, pero ahora que hay tres frente a mi casa comprendo que los demás también se acercan, a su modo. Apenas puedo respirar. No quiero moverme, aunque sólo uno me mira. Los demás están inmóviles. Me falta el aire y mi respiración se agita, ahora soy yo el que jadea. Entonces comienzan a levantar sus cabezas. Sé que me han visto, aunque sólo puedo ver sombras ahí donde deberían estar los ojos. Impelido por el horror, camino hacia atrás, hasta que mi espalda golpea la pared y caigo sentado. Gimen ligeramente. Arañan la madera de mi puerta. Después golpes. Todo magnificado por el eco del cubo de la escalera.

Golpean la puerta, pero no con los puños, arrojan todo el cuerpo con desgano, como si trataran de traspasar la puerta simplemente caminando a través de ella. Hacen más ruido, desesperan, cada uno con su gemido sostenido que se une a los demás, como si fueran un enjambre. La madera cruje, cede a la presión. Se han de estar aplastando, pero los de atrás empujan igual. Escucho sus pasos y sin duda ellos mis gimoteos. Me siento ridículo, pero no puedo hacer nada. No entiendo qué es esto. ¿Cómo? Gritar no serviría más que para enfurecerlos más. Parecen enojados, de vez en cuando uno gruñe. La puerta cruje. No deja de rechinar porque no dejan de empujar. No se arrojan contra ella, simplemente se aplastan con paciencia, nada los detiene. Han aprendido: no pudieron arrancar el portón de enfrente, ahora empujan algo más pequeño. Si no pueden con ésta se irán a buscar otra, le arrojarán cosas o le soplarán, pero sólo cuando se cansen de ésta. Ya no sé si lo que cruje tanto es mi puerta o son ellos. Por fin, con un largo y ronco crujido, la puerta cae con estruendo y los cuerpos se desparraman. Ahora escucho más fuerte su respiración continua. Chilloteo de nuevo, en el peor momento. Sé que podría ocultarme y esperar a que se marchen, pero el miedo es tan fuerte que chilloteo otra vez. Guardan silencio. Uno se arrastra escalera arriba. A veces resbala y un sonido hueco y seco corta los demás, pero sigue reptando, obstinado. No quiero ni levantarme a cerrar la puerta, parece que ésta no es mi vida, éste no soy yo, Yo nunca había sentido tanto miedo, sólo miedo. Escucho cómo se incorpora al final de la escalera. Ahora todos suben, despacio, golpeando de vez en cuando los escalones… han aprendido. El que ya está arriba camina hacia mi cuarto. Desgarrones de tela, más golpes secos, sin duda algunos suben por encima de otros. Comprendo que rogar por mi vida será inútil, no entenderían mis palabras.

Está aquí. Su silueta ha aparecido en el marco de mi puerta. Con las manos en la cabeza miro sus pies. Usa unos zapatos llenos de tierra, y sus pantalones están sucios. En su bragueta hay una mancha nauseabunda. Se ha quedado parado frente a la ventana, me ha encontrado. Tiene las uñas muy largas, y los dedos crispados y amoratados. Subo la cabeza, recorro la camisa blanca, le miro el rostro. La piel como de esponja húmeda, con moretones rojizos. Adivino la boca, una hendidura negra en la piel arrugada, pequeños resplandores líquidos la definen, abierta. Se agacha. Lo miro de cerca, la nariz es sólo un jirón de piel llagada, y la respiración viene de la boca, esa respiración silbante que no cesa. No inhala, es sólo una exhalación ininterrumpida de aliento ácido y frío. La saliva escurre libremente y se combina con la sangre tibia que le cae en el pecho. Por encima de su hombro veo que otros han llegado, que también entran tambaleándose. Me toma un brazo, me encaja las uñas. Ni siquiera pestañeo. Es inútil hacerle entender que me puede soltar, que no me moveré, que se lo ruego. Casi pega su cara con la mía y por fin encuentro sus ojos. Unos ojos resecos, chicos en tanta órbita, fijos en un solo lugar. Se acerca más, su boca se cierra con fuerza, punzadas.

 

giphyz1

****

Amaury Chinelo ColmenaresAmaury Colmenares es egresado de la Licenciatura en Historia de la Factultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Ha publicado crónicas y ficciones en diversos medios impresos del estado. Ha sido colaborador de la revista independiente La Piedra, La Jornada Morelos y El Caudillo de Morelos, donde mantenía una columna semanal. Actualmente es gerente de Porrúa en Cuernavaca y colabora con la Secretaría de Cultura de Morelos, para quien publica mensualmente un cuento para niños en su Cartelera Cultural. Se ha desempeñado además como guionista para radio y ponente en diversos proyectos de difusión del pasado histórico de Morelos y México. Forma parte del Grumo de Artistas de la Barba Naranja.

***

El 18 de octubre presentará Esos malditos zombis de Efraím Blanco en el Festival Grotesco.

zompres