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UNA BREVE -NO TAN BREVE- HISTORIA DEL TERROR:

Gótico e inicios del terror psicológico 

Maya Jurado

El terror y sus signos -sudor frío, pupilas dilatadas, latidos desbocados- han acompañado al ser humano desde que tuvo conciencia de si mismo y de su entorno. Años (millones de ellos) han pasado desde los primeros homínidos; poco a poco lo sobrenatural ha quedado relegado al rincón de la leyenda y los grandes avances científicos y sociales van haciendo nuestra vida más larga, más sana, más estable. ¿Cómo, entonces, es que el horror y su literatura siguen teniendo cabida en nuestras vidas? ¿Puede hoy en día un monstruo o un fantasma despertar el miedo en nosotros?

Hagamos una pausa y vayamos al diccionario. Según la definición de la RAE el miedo es una Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario. Para ampliar, diré que el miedo funciona como mecanismo de supervivencia al alertarnos de los peligros que nos acechan y preparándonos para huir, paralizarnos o luchar. El miedo también es un inigualable indicador de la situación social que se vive; del mismo modo en que las pesadillas de nuestra infancia han quedado impregnadas en nuestra memoria adulta, las fobias que sufríamos hace siglos han cambiado con el paso del tiempo, pero no han desaparecido del todo: hoy en día podemos encontrar en la misa del domingo los terrores de la edad media que hablaban del diablo y de castigos divinos; cada noche hallamos en el noticiero los ecos de la bomba H, las mutaciones y el holocausto nuclear que aterrorizaban a nuestros padres y abuelos en el siglo pasado. Nuestros terrores nos hablan de quiénes somos, cómo vivimos, hasta dónde hemos llegado y en qué hemos fallado: el miedo ha evolucionado junto con el ser humano que ha dejado de inquietarse ante la noche y la lluvia para comenzar a temerse a si mismo.

Comencemos a hablar de literatura de terror.

En el siglo XVIII encontramos la cruenta batalla entre el duro racionalismo de la ilustración y el movimiento salvaje e impulsivo del romanticismo, que alegaba que la razón no podía explicar por si sola los motivos del ser humano. En medio del choque llegó la novela gótica, fechando su nacimiento en 1765 con Walpole y su Castillo de Otranto -novela absurda de larguísimo título* que probablemente sea culpable de heredar al terror la etiqueta de literatura barata. El género gótico fue nombrado en sus inicios haciendo referencia a los godos, es decir, los incultos bárbaros, los grotescos. La crítica de la época despreció el género a su llegada, pero el recibimiento público -tan sediento de caos y adrenalina en medio de esa aséptica era de la razón- fue incontenible y obsequió al género casi seis décadas fecundas que establecieron algunas de las convenciones que el terror conserva hasta hoy: cementerios lúgubres, viejos castillos, noches de tormenta, sucesos inexplicables, atmósferas de intriga y misterio. En el gótico, lo mórbido y el placer del horror jugaban un papel esencial: los escenarios -siempre exóticos- eran un actor más, la fuerza omnipotente que ponía en acción las truculentas intrigas que dejaban a participantes y lectores desorientados en un aparato diabólico del que no había escapatoria, mientras que sus personajes se presentaban claramente definidos: el villano atormentado de oscuros impulsos, la doncella pura que -inexplicablemente- se siente sexualmente atraída hacia él, el clérigo cruel y vicioso, el científico incrédulo y torpemente racional. En su primera esencia (y esto también se lo podemos reconocer a Walpole) el gótico nació para ser irreverente e incendiario, su misión primaria era llenar con lo horroroso y lo prohibido las aburridas horas de aquellos inconformes ante el nuevo orden de la razón.

Fueron muchos los que quisieron seguir el paso que había marcado Walpole, pero a finales del XVIII había llegado una nueva generación que quiso explorar el género y sus posibilidades. Un buen ejemplo es La historia del califa Vathek de William Beckford, que abandonaba los cementerios para trasladar el gótico al remoto oriente en una suerte de episodios tenebrosos a la más pura usanza de Las mil y una noches. También podemos citar Los misterios de Udolfo, obra cumbre de Ann Radcliffe, joven escritora -puritana y amante de Macbeth– que llevaría al género a un de sus más altos rangos. Radcliffe -tan dada a las historias de desafortunadas heroínas presas en tenebrosos castillos, casi siempre ubicados en Italia- murió a los 59 años dejando un breve legado para los escritores de género que vendrían después. En 1796 Matthew Gregory Lewis -gran admirador de Radcliffe- publicó El Monje e inauguró una nueva faceta del gótico: El horror.

¿Cuál es la diferencia entre terror y horror? En un primer instante la definición de “miedo” nos llevará a diversos sinónimos: terror, horror, pánico, espanto. Cuando hablamos de literatura -en especial del  gótico- debemos hacer una distinción precisa entre el horror y el terror, diferencias que muchos autores han tratado de precisar y de las cuales yo recojo tres ejemplos:

El primero es la definición de Devendra Varma, crítico y profesor de literatura: La diferencia entre el terror y el horror es la diferencia entre sentir el olor a muerte y tropezar con el cadáver.

En nuestro segundo ejemplo, Stephen King define el terror como El momento de suspenso antes de encontrar al monstruo, mientras que el horror es el instante de shock en el que por fin vemos a la aberración que causaba terror. El escritor norteamericano añade una tercera categoría, la Repulsión, ese elemento repugnante -tan escatológico como tramposo- con el que un autor puede causar la conmoción necesaria para llevar su historia al clímax.

El último ejemplo lo encontramos con Peter Penzoldt, que en “Supernatural in Fiction” nos dice que el horror es La primera emoción que experimentamos ante una abominación física, mientras que el terror describe aquel temor que sólo las influencias sobrenaturales pueden inspirar.

El horror es tangible, el terror, sugerido.

Sigamos. El siglo XIX llegó exigiendo derrocar sin piedad los regímenes antiguos, buscando un nuevo orden que diera al hombre el control de su destino. Sucesivas revoluciones lograron la caída de las monarquías, el poder de la sangre y lo divino cedieron ante la estructura del capitalismo: ahora el dinero suplantaba a la corona. Muy pronto el término Científico fue acuñado, Darwin llegaba con su teoría de la evolución y prácticamente en un abrir y cerrar de ojos teníamos teléfonos, vacunas, pasteurización, proyectores cinematográficos y Coca-Cola.

La literatura gótica no vivió más allá de la segunda década del siglo. Para entonces había comenzado a mutar al ritmo de las nuevas fobias, los baratos fascículos en los que se publicaba permitieron explorar el drama, la parodia e incluso la denuncia social. La novela de escalofrío alemana confrontaba al lector con el límite de lo repulsivo; en Inglaterra, Francia, Alemania y en los Estados Unidos escritores nóveles y consagrados comenzaban a dejarse seducir por monstruos y demonios que desafiaban la razón y las buenas costumbres. El canto del cisne lo llevaron Mary Shelly (en 1818) con su Frankenstein -que daría paso a la ciencia ficción- y el viaje eterno e  infernal de Melmoth el Errabundo del clérigo irlandés Charles Robert Maturin, en 1820.

No es de sorprender que aquellos tumultuosos años vieran la muerte del gótico tradicional y sus rancios fantasmas; el placer del terror lejano ya no era suficiente cuando el horror verdadero se había palpado en un sinnúmero de guerras. ¿Cómo podían asustar los castillos embrujados cuando el mundo había conocido la miseria?

Es así como el terror cambió la sangre por la sombra, los escenarios lejanos por lo cotidiano, lo siniestro es apenas sugerido y aún así, resulta amenazante. Incluso cambia la longitud y mecanismos de las narraciones; si el gótico se había desarrollado en la novela, el nuevo terror lo haría en el cuento. Una camada de escritores irrumpieron en la escena, entre ellos figuraban  nombres como Edgar Allan Poe , E.T.A. Hoffmann, Joseph Sheridan Le Fanu, Jan Potocki o Guy de Maupassant. Había nacido el terror psicológico.

En esta nueva etapa el terror se vuelve introspectivo, terriblemente cercano. Lo horroroso ya no ocurre en un lejano monasterio, ahora podemos encontrarlo adueñándose de nuestro sótano, de una granja o de una calle solitaria. Las nuevas fobias de la época se mueven hacia el miedo a la locura, a ser enterrado vivo, a las consecuencias de la ciencia y la tecnología, a la identidad sexual equívoca y la confusión erótica. Los villanos resultan ahora vulnerables, incluso simpáticos y los monstruos se pueden encontrar al otro lado del espejo; es por ello que el doppelgänger -término acuñado por Jean Paul Richter en su novela Siebenkas para referirse al encuentro con el alter-ego o “doble»- se vuelve una fórmula popular: el enfrentamiento con un duplicado de nosotros mismos que puede mostrarnos -cual espejo- nuestro propio abismo interior, otras realidades que no soportaríamos conocer.

Entre esta nueva conciencia de lo terrorífico y la brújula moral que el miedo resulta ser, no es de extrañar que el padre del psicoanálisis se interesara por los usos y costumbres del terror literario. En su ensayo “Das Unheimlich”  Freud propone un estudio de aquello que podríamos traducir como lo “Inquietante” u “Ominoso”, es decir, aquello familiar que se trastoca llevándonos al desasosiego y que Freud -cuyos tratados pueden ser cuestionables científicamente, pero resultan una verdadera mina de oro para el escritor- adjudica a los fantasmas de la memoria, reprimidos desde la infancia. Freud utilizó el relato “El Hombre de Arena” de  E.T.A. Hoffmann para ilustrar su postura: La historia nos habla sobre Nathanaël, un estudiante traumatizado por el “hombre de arena”, un viejo cuento que relaciona desde la infancia con la extraña muerte de su padre. Ya adulto, Nathanaël se compromete con una mujer de gran inteligencia que trata de hacerle olvidar sus temores, pero poco a poco va enamorándose de la hija de su profesor, que resulta ser una autómata y que trae a su presente los viejos terrores de la niñez. Sigmund Freud nos da luz sobre lo inquietante en este relato: el punto de quiebre no es la amada autómata -irreal, lejana- sino el siniestro rompimiento de la realidad que nos trae el cuento sobre el hombre que esparce arena en los ojos de los niños, una historia infantil que hemos escuchado o con la que tenemos símiles. Lo ominoso se presenta al desbaratarse la realidad que conocemos -un cuento para niños, nuestra infancia misma- de manera tan lenta, tan imperceptible, que aunque seguimos viendo el mismo reflejo en el espejo todos los días, sabemos que algo indefinido se ha trastocado en nosotros de manera irremediable.

Para finalizar la primera parte de este breve recorrido por el terror, quiero salir un momento de la literatura. Antiguamente se acostumbraba separar en los mapas la tierra conocida de las regiones inexploradas con una serie de ilustraciones de dragones y criaturas siniestras; en el “Globo Lenox” -el segundo más antiguo en la historia-  podemos encontrar la leyenda “HIC SUNT DRACONES”, es decir, “Aquí hay dragones”, separando los territorios familiares de los extraños. Monstruos aguardando en  lo desconocido. ¡Qué concepto más humano! ¿Cuánto valor habrá hecho falta para arrojarse a explorar los mares, aterrados y atraídos a la vez por lo ignorado?

En los primeros párrafos lancé una pregunta al aire: ¿Tiene el terror espacio en nuestra modernidad? Sí, claro que lo tiene. El miedo y sus muchas caras nos definen como humanos, más allá de su valor instintivo, el miedo nos ha impelido a enfrentarlo, como raza nos hemos impulsado a través del miedo para construir ciudades, darnos calor y abastecernos de alimento, imaginamos y creamos nuevas realidades, nos  perpetuamos como especie y dejamos una huella imborrable en el tiempo y el espacio. Cada época trae sus nuevos horrores y sus propios retos; con la literatura de terror exploramos los territorios que los monstruos dominan, aprendemos a mirar a nuestros demonios a los ojos, los exorcizamos a veces, otras tantas, aprendemos a vivir con ellos.

Entonces, ¿puede una bruja o un vampiro asustarnos en los tiempos de la nanotecnología y la Internet? Para responderlo, cito nuevamente a Stephen King: «Los monstruos son reales, los fantasmas también: viven dentro de nosotros y, a veces, ellos ganan».

*The Castle of Otranto, A Story. Translated by William Marshal, Gent. 
From the Original Italian of Onuphrio Muralto, Canon of the Church of St. Nicholas at Otranto.
 
 

 

 

 

 

Maya Jurado

Escritora, guionista de historieta, cinéfila obsesiva, bibliófila compulsiva, melómana violenta, comiquera adicta y -todo sea dicho- cafeinómana confesa. A la fecha sigue prófuga de la SOGEM y el Centro de Capacitación Cinematográfica; puedes encontrarla en el blog “La Caja del Diablo”, en TwitterFacebookPinterest o en algún oscuro tugurio haciendo tratos sucios para aumentar su colección de dinosaurios y robots. Su lema -que hace honor a la inmortal Tucita- reza: “¿Pa’ qué me dejan sola si ya me conocen?”