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VIVIR PARA CONTARLO

Edna Montes

 

Aquella vez que mi abuela me contó un cuento, tardé días en procesarlo. Era algo que iba más allá del príncipe o la magia de las zapatillas de cristal. Cuando escuché «La Cenicienta» fue la primera vez que experimenté terror en la vida. A mis cuatro años, la idea de tórtolas que sacan ojos y hermanastras locas quienes se cortan el pie para agradarle a un chico era demasiado. ¿Debía doler mucho, no? ¿Qué pasaba si luego no podías caminar, correr, jugar o subirte a los árboles? Todo eso no me disuadió de pedirle más relatos, claro está. Había algo fascinante en la oscuridad de esas historias. Incluso me desilusioné cuando la versión fílmica de Disney omitió los pasajes que me causaron tanto desconcierto.

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Neil Gaiman dijo alguna vez, en una conferencia, que las historias son “organismos genuinamente simbióticos con los que vivimos, que permiten a los seres humanos avanzar”. Llega un punto en el que nos parece que ya “superamos” la era de los cuentos de hadas y los mitos (en especial si se trata de versiones edulcoradas de los mismos). Lo cierto es que eso nunca sucede en realidad. Aquellas historias, en apariencia infantiles, encierran lecciones de vida: muestran la esencia humana. Como nosotros, los cuentos crecen, mutan. Permean aquello en lo que nos convertimos. Hoy, siglos después, todavía aludimos a “Pedro y el lobo” cuando alguien nos miente tanto que no le creemos si cuenta la verdad. Aquellos cuentos cautelares llevan toda la vida ayudándonos a comprender el mundo a través de metáforas.

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Cuando era pequeña, mi madre me leyó una de mis historias favoritas de toda la vida. Esta era una princesa del reino de las hadas a la cual su padre quería casar con un hombre que ella no amaba. Rebelándose, ella se da a la tarea de elegir a su marido. El afortunado es un rey humano que se cuela en la boda para arruinarla, siguiendo las instrucciones de su amada. Con el novio humillado, el padre se ve obligado a ceder y dejar a su hija escoger. La pareja se casa y tiene un hijo. Todo es felicidad hasta que una mañana la reina despierta bañada en sangre, para luego ser acusada de comerse a su propio bebé. Esa sombría historia es, nada más ni nada menos, la leyenda celta de la diosa Rhiannon. No fue sino muchos años después que entendí que no sólo se trataba de un cuento aterrador o una de mis historias favoritas, también mi madre se veía reflejada en ella.

Rhiannon

Rhiannon

Para una mujer que da a luz por primera vez, la maternidad viene llena de felicidad, pero también de miedos. La vida de un pequeño humano depende de ti en su totalidad. Podría pasarle cualquier cosa, incluso morir dormido en su cuna, y en apariencia sería tu culpa. Sin embargo, el hijo de Rhiannon fue secuestrado y vuelve a salvo con sus padres años después. De forma inconsciente mi madre se consolaba al contarme esa historia. Ella era joven e inexperta, yo pequeña y frágil, pero al final todo iría bien. Las historias que amamos entrañablemente también nos construyen. Esos libros son ritos de paso que nos ayudan a crecer, a procesar una realidad de posibilidades infinitas con todos los cambios que aporta a nuestras vidas.

Creo que Gaiman tiene razón: las historias crecen, evolucionan y se modifican con el tiempo. La primera versión de «La Cenicienta» fue documentada por el griego Estrabón en uno de sus viajes por Egipto. En ella, el faraón encuentra esposa luego de que un halcón le entrega una sandalia y busca a la dueña por todo el país hasta dar con la afortunada.

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También heredamos la idea del pie pequeño de la historia creada en China.

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Además, es muy probable que las zapatillas originales de «La Cenicienta» de Perrault fueran de piel que se volvió vidrio debido a un error de traducción.

Hace no mucho llegó a las librerías mexicanas Cinder de Marissa Meyer, donde nuestra protagonista es mitad androide. Esos datos nos muestran que la historia sigue viva al paso de los siglos, tanto como si hubiese sido escrita ayer.

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Los cuentos se vuelven parte nuestra con el paso del tiempo; nuestros favoritos dicen mucho de quienes éramos o aspiramos a ser. Tienen tanto poder porque podemos identificarnos con ellos, vivir a través de lo que nos dicen. Por eso vamos contándolas, cambiándolas y adaptándolas a nuestra actualidad. Me parece que mientras los humanos seamos capaces de imaginar siempre nos acompañará esa sed por los relatos. Creo que nunca seremos capaces de “superar” nuestra necesidad de historias para construir metáforas de nuestra existencia. Eso me hace muy feliz.

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Cendrillon, primera versión cinematográfica de «La Cenicienta» (Georges Méliès, 1899):

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puerta2Edna “Scarlett” Montes
Lectora, escritora y friki irredenta. Egresada de Miskatonic con tarjeta de cliente frecuente en Arkham. Tiene tantos fandoms que ya hasta perdió la cuenta. Divaga mientras espera que Cthulhu despierte de su sueño en R’lyeh o al fin le entreguen su TARDIS; lo que ocurra primero.

@Edna_Montes