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NUNCA CONFÍES EN UN ÁNGEL

I

Macarena Muñoz Ramos

 

 

Olor a carne quemada. Gritería y hasta algunos aplausos perdidos entre la multitud. El sol empezaba a ser ocultado por unos nubarrones sombríos. Recordabas muy bien cada detalle a pesar de que tenías cuatro o cinco años y aún no conocías la maldad del mundo. Las llamas crecieron y alcanzaron el cabello largo de mamá. Pronto subieron por él y lo transformaron en una extraña aureola que coronaba su cabeza. Mientras, el sacerdote rezaba sin pausa para que el alma de mamá encontrara la salvación. Las plegarias dichas en voz alta y en un latín arrebatado se perdían entre las risotadas y los silbidos de la plebe que llenaba la plaza. De pronto, las llamas se apoderaron completamente de mamá. Su cuerpo empezó a despedir un intenso color anaranjado que casi cegaba. En medio del fuego descubriste que alzaba el rostro hacia el cielo. No creías que fuera a implorar el perdón del dios que la había condenado. Temblabas y casi te faltaba el aire. Alguien había puesto su mano encima de tu hombro. Era tía Regina, que presenciaba la ejecución  sin mostrar dolor o vergüenza. Tampoco se compadecía de ti. Parecía orgullosa de aquel espectáculo siniestro.

 

Lo que iba quedando del cuerpo de mamá se consumía entre el fuego y una espesa columna de humo. Entonces, diste un paso hacia atrás. Ya habías visto demasiado. Y las lágrimas corrían por tu rostro. No quisiste limpiarlas y aumentaron. En ese momento una voz muy suave, una voz masculina, te habló al oído. Te reconfortaba y tú le creías. Esa voz se metía hasta lo más profundo de tu ser envolviendo tu corazón con una sensación cálida y pacífica. Dejaste escapar un suspiro y cerraste los ojos. Querías olvidar tanto dolor. Tanto que habías vivido, sobre todo, la ejecución de mamá. Y nadie te brindaba consuelo. Estabas rodeada de puros extraños que no se iban a mover de sus lugares hasta que el cuerpo de mamá quedara reducido a cenizas. La mayoría gozaba con los autos de fe. Algunos se los tomaban muy a pecho porque los consideraban la mejor representación de la supremacía de la Iglesia. Otros simplemente se divertían. Familias enteras acudían al quemadero y aúllaban de gusto cuando ardían los herejes y las brujas.

 

Aún mantenías los ojos cerrados. Te dejabas llevar por la melodía que tarareaba la voz que sólo tú escuchabas. Pretendía alejarte de ese lugar. Que olvidaras la única verdad que conocías: en unos cuantos días quedaste huérfana. Papá había muerto en mitad de la calle, luego de que se desvaneció como si un rayo invisible lo hubiera fulminado. Y a mamá, después de ser acusada de practicar brujería, la ejecutaron. A los vecinos les pareció muy extraña la muerte de papá. Tal vez demasiado. Nadie dudó en asegurar que mamá lo había matado porque le estorbaba  para seguir siendo devota del Maligno. Que era capaz de hechizar con una mirada de sus ojos verdes como la esmeralda que cayó de la frente de Lucifer. Sí, mamá era hermosa. Pero muchos consideraban demoníaca su belleza. Envidiosas y despechados declararon ante el tribunal del Santo Oficio que mamá era bruja y la culparon de todas sus desgracias: de la mala venta, de la cojera del niño Juanito, de las granizadas que inundaban los corrales, de las fiebres de los mozos, del perro muerto que apareció a las puertas de la iglesia. También aseguraron que un demonio visitaba a mamá a deshoras. Que se manifestaba moviendo muebles por los aires, azotando puertas y ventanas, canturreando y batiendo palmas. Bastó una acusación apoyada por todos los vecinos para tomarla como prueba contundente. Como verdad absoluta. El resto, tú misma lo acababas de ver.

Continuará…

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macarMacarena Muñoz

Vampira estudiosa de su especie. Cazadora de los alientos de la noche para construir historias de un mundo distinto al que habita.

macvamp.blogspot.com

@MacVampMM