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NUNCA CONFÍES EN UN ÁNGEL

II

Macarena Muñoz Ramos

Primera parte

 

 

Madrugada. Maitines. Dominus reganvit decorem indust est… Las monjas dominicas empezaron a cantar. Las novicias, sentadas en el otro extremo del atrio, permanecían calladas con la mirada puesta en el altar. Sumisas y obedientes. Pero tú tenías los ojos clavados en la imagen tallada en madera de Cristo Nazareno que presidía uno de los altares. Era inevitable que lo hicieras. Mientras permanecías en la iglesia, toda tu atención la centrabas en esa imagen de tamaño natural. Dolía el alma nada más verla: Cristo a punto de caer, con el rostro bañado en sangre y la cruz a cuestas. ¿Por qué debíamos adorar esa imagen tan angustiosa? ¿Por qué conservar a Cristo camino al calvario? Para que tengamos presente que se sacrificó por salvarnos de nuestros pecados, te respondió alguna vez tía Regina. Pero recordar esto te sobrecogía aún más. Si pudieras, limpiarías su rostro, lo ayudarías a ponerse de pie y hasta lo despojarías de la cruz. Eso era lo único que pensabas al contemplarlo. Tanto te imponía la imagen del Nazareno. Y, como estaba ocurriendo desde tres meses atrás, se apagaron todos los cirios que alumbraban a la imagen. Más de treinta y tres al mismo tiempo. Las dominicas aparentaron estar acostumbradas a este fenómeno. Hasta Sor Elena sonrió tímida y emocionada. Pero las demás monjas se miraron entre ellas con cara de susto. Sin embargo la novicia de costumbre corrió solícita a encender uno a uno los cirios. Pero antes te lanzó una mirada furtiva, creyendo que no la descubrirías. Tú le devolviste la mirada. Después de todo, nadie había relacionado tu ingreso al convento con este y otros fenómenos que eran resultado de tus sentimientos desbordados.

 

Sin duda, tú eras inocente de todo lo que provocabas. Lo hacías sin pensar. A veces sólo jugabas. Como cuando hacías que el cuenco de caldo de Sor Elena se estrellara en el suelo tal como si una mano invisible lo tirara hacia fuera de la mesa. O cuando los utensilios y ollas de cobre que Sor Mercedes tenía colgados en la cocina chocaban unos contra otros sin que nadie los pudiera detener. Esas eran travesuras y nada más. Te divertía comprobar lo fácil que era asustar a las monjas. No había día que no tuvieran un ¡Ave María Purísima! a flor de labios. Igual que tía Regina: nunca se persignó tanto como cuando te llevó a vivir con ella. Un día empezaste casi sin darte cuenta. Sobre todo cuando te enojabas. Entonces las cosas volaban por los aires o se estrellaban contra las paredes. Bastaba que lo desearas para que al instante ocurriera. Pero él, el de la voz sabia, te recomendó que no lo hicieras con tanta frecuencia. Que podías levantar sospechas. Después de todo, tía Regina te había salvado de morir en la hoguera junto con mamá. Algunos inquisidores creían necesario condenar del mismo modo a los hijos de las brujas. Estaban seguros de que era hereditario el pacto con el diablo. Tía Regina también.

Continuará…

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macarMacarena Muñoz

Vampira estudiosa de su especie. Cazadora de los alientos de la noche para construir historias de un mundo distinto al que habita.

macvamp.blogspot.com

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