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UN SUSTO COMUNITARIO

II

 

Amaranta Monterrubio

Parte I

 

Después de la celebración de los XV años de mi tía, la casa de la abuela aún alojaba familiares. El ánimo de festejo no se había extinguido. Aquella noche, en la casa de la abuela, se encontraba ella con sus cinco hijas y una de sus sobrinas que vivía a dos casas. Era costumbre quedarse todas juntas en el mismo cuarto aunque estuvieran apretadas para continuar conversando hasta caer dormidas.

Se encontraban en medio de una plática animada cuando un estruendo la interrumpió: en el cuarto del fondo, alguien tiraba bolsa por bolsa la ropa que había servido para la celebración. Tomaba la bolsa haciendo ruido y la dejaba caer, tomaba otra bolsa, la dejaba caer, así, una a una. La abuela se levantó con intenciones de ahuyentar a algún gato que hubiera llegado de la calle. No halló nada. Las bolsas estaban intactas, acumuladas en el sitio original. No había gato ni persona visibles en la habitación. La abuela regresó a la cama, advertida.

Por muchos años, en un local adherido a la casa, la abuela tuvo una tienda de abarrotes que le dio tanta abundancia como trabajos forzados. Desafortunadamente, en aquella época el alcoholismo del abuelo era más fuerte. En varias ocasiones llegó a tomar dinero de la caja, sin avisarle a la abuela, para pagar por alcohol. La abuela no sólo estaba cansada del robo, sino de llevar ella sola la administración de la tienda, los asuntos de sus hijas y de tener que levantar al abuelo embrutecido de alguna esquina al darse cuenta de que no había llegado a la casa en varios días. Sus hijas estaban cansadas también. Ver al abuelo en ese estado les producía emociones ambivalentes de enojo, odio, náusea, tristeza, frustración…

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Aquellos días previos y posteriores a los XV años, la abuela le pidió encarecidamente al abuelo que no se fuera de farra, pero si estaba decidido a hacerlo que por favor se quedara a dormir en el cuarto del patio para que no matara el ánimo de las celebraciones. Esa noche, la del susto, el abuelo no llegaba a la casa. Se abrió paso la madrugada entre las conversaciones con las hijas y la sobrina. Afuera había una tormenta que se había llevado la luz. El abuelo seguía sin aparecer.

Después del incidente de las bolsas, la plática quedó algo afectada, ya no fluía entre ellas como antes del estruendo cuando, una vez más, otro escándalo interrumpió. Se escuchó cómo alguien abrió la puerta de la tienda y entró. De inmediato pensaron que era al abuelo llegando de alguna borrachera.

Lo escucharon subirse a la tarima de madera desde la que se despachaba la carne, caminar y mecerse en ella. «De verdad está muy borracho», pensó la abuela. Después oyeron al abuelo caminar por la tienda, tomar una lata de refresco y abrirla dejando salir el gas. Se lo bebió a tragos largos e incluso escucharon un «Ah» de alivio como de quien prueba un elixir fresco. De pronto, otro estruendo. Escucharon decenas de latas precipitándose, derribando en el camino al abuelo. Su cabeza azotó contra el piso.

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La abuela se levantó volando. La tía que recién había cumplido quince años y la sobrina salieron detrás de ella con velas encendidas. Las tres entraron al local. No había nada. Ni latas, ni abuelo, ni refresco abierto ni nada. La tienda estaba tan limpia y ordenada como la habían dejado. A las tres se les erizaron los vellos de la nuca. El temblor las invadió. ¿Cómo era posible? El escándalo lo habían escuchado todas.

Mientras tanto, en la habitación, dos de las hijas de la abuela se quedaron en la cama con las sábanas hasta la cabeza. Sintieron a una serpiente deslizarse debajo del colchón y escucharon que algo arañaba la pared, como un gato, pero no había ningún animal con ellas.

Varias de las presentes gritaron y ni mi abuela ni sus hijas sabían decidir entre la risa nerviosa, la huida, el rezo… Una de ellas sugirió ir a buscar al abuelo a la habitación del patio. En efecto, lo encontraron ahí dormido. Lo zarandearon para despertarlo y  contarle lo que había pasado, pero todas hablaban al mismo tiempo. «¡A ver, una por una!», les insistía el abuelo para entender lo que decían. Una vez que lograron explicarse, el abuelo las acompañó al local para cerciorarse de que no había nadie.

Ninguna logró dormir hasta que llegó el amanecer. La sobrina se fue de inmediato y, al igual que la hermana de la abuela en días anteriores, anunció que jamás volvería a estar de noche en esa casa. También lo cumplió.

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A lo largo de los años, si bien ninguna de ellas se ha negado a dar su testimonio, no es un tema muy popular en las conversaciones familiares. Como con todo relato, los hechos se han desdibujado hasta parecer fantasías. La mente de la abuela es la excepción. El suceso cobró fuerza con el tiempo. La mayoría de las testigos asegura que no fue como ella lo cuenta ahora, que los hechos fueron más simples, menos terroríficos, que la versión de la abuela es exagerada. Puede ser. Pero si algo nos ha enseñado el psicoanálisis y su escucha, es que cuando una persona cuenta su testimonio, la veracidad no es lo que importa, sino lo que puede leerse entre líneas del discurso de la hablante.

Me atrevo a decir que el escepticismo ante un testimonio sobrenatural es un acto más de clasismo o de racismo que de pensamiento científico. ¿Por qué no le creeríamos a alguien lo que vivió si, además, al contarlo se vuelve tan real como cualquier otra experiencia?

Pienso que en aquella fecha un umbral fue abierto y atravesado debido a varios factores: los ánimos exacerbados por la fiesta, la personalidad deslumbrante de la tía que celebraba su entrada a la juventud, el ritual de sangre al matar al cerdo, el rito del baile y la comilona, la lluvia, la noche y, en un lugar particular, la violencia.

Al igual que en el cuento de “Cuando hablábamos con los muertos” de Mariana Enriquez, el hecho de que las mujeres surjan como testigos colectivos de experiencias paranormales no creo que sea una casualidad. Pienso que muchas de nosotras vivimos con una mente exacerbada, socavada por la alerta, por la confusión, la sensación de estar exagerando, de estar delirando, de ver cosas que los demás no ven, pero que a nosotras nos afectan; vivimos con la certeza de que lo que decimos vale siempre un poco menos.

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¿Cómo es que cuando el marido quería golpear a su hermana, la abuela fue la única en reaccionar? ¿Cómo es que el alcoholismo y sus consecuencias hacia la familia están tan normalizadas? ¿Por qué son las mujeres las que terminan comprendiendo, anticipando y cuidando de ese tipo de enfermos?

No es que las mujeres estemos locas o que vivamos frágiles ante el espanto. Es que, pienso, una mente exacerbada, acelerada, atizada por la violencia, puede conectarse mejor con otros planos más siniestros, esos donde habitan los muertos, los fantasmas, los demonios.

La abuela lleva décadas contando una y otra vez sus historias a oídos escépticos, quedándose con la angustia de que su relato no cuenta porque no tiene sentido lo que dice. Por eso yo decido creerle. Y el resto de mi vida creeré en los testimonios paranormales de los demás. No les responderé con «fue el viento», «era una casa vieja», «estabas borracho». Porque llevamos cientos de años sin creerles a los niños, sin creerles a las mujeres, sin creerles a quienes viven en medio de la pobreza y de la violencia. Se nos olvida que el plano en el que desarrollamos nuestros procesos cognitivos no es el mismo para todos. Que ese olvido acabe hoy.

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Todas las fotografías son de Dara Cuervo.

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Amaranta Monterrubio

Ha sido sonidista, diseñadora sonora y editora de video sólo para descubrir que su vocación era preparar café para sus invitados y escribir.

Publicó el libro de cuentos Llegará el silencio (Cuadrivio Ediciones, 2020).

Los últimos viernes del mes tiene un programa de literatura de terror llamado LetrasParaNoDormir en el canal de la Brigada para Leer en Libertad.

@nemitlazohtla

 

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