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DE CÓMO LLEGUÉ A AMAR EL TERROR

Oda a mi familia

 

Edna Montes

 

Cuando la luz se iba en mi colonia, durante aquellos veranos lluviosos de mi amada y terrible Ciudad de México, llegaba la hora de los sustos. Mi abuelito prendía unas velas, todos nos reuníamos en el comedor y nos quedábamos en silencio. Mi abuelo procedía a contarnos las historias más terroríficas que recordaba: desde el fantasma familiar que gritaba como augurio de muerte de algún miembro del clan hasta el tenebroso maniquí que adornaba el escaparate de una tienda nupcial en Ciudad Juárez, Chihuahua (donde él creció). Su franco acento norteño era contundente, inundaba la habitación, daba énfasis justo cuando debía e incluso nos arrancaba un grito de vez en vez.

grandpa

Mi familia materna tiene un especial gusto por lo macabro. No podían faltar los relatos de cómo el bisabuelo, en su natal Cataluña,  un día se topó con una mujer que le pedía ayuda para cruzar un río. Cuando ella se levantó las enaguas, dejó a la vista unas patas de gallo que lo impulsaron a correr por su vida. Se cuenta también que mi bisabuela Hermelinda tenía un pleito casado con unos duendecillos maliciosos que le dejó su marido, el irlandés. De mi lado paterno, la cosa es más o menos igual de aterradora. Mis tías abuelas crecieron entre las calles del Centro Histórico del DF, rodeadas de fantasmas, monjas y leyendas. Quizá soy de las primeras escritoras de la familia, pero en mi clan todos son contadores de historias por excelencia.

Hay una especie de hilo conductor en el tiempo, puedo visualizar con claridad a mis ancestros pasando de boca en boca los cuentos de la familia. De hecho, puedo ver a los primeros hombres sentados alrededor de fogatas, creando mitos. En algún momento de la historia, uno de nuestros ancestros comunes pensó en monstruos y todo aquello que nos acecha desde las sombras. Desde entonces nunca hemos parado.  Nos gusta el miedo ¿por qué?

El horror es, en principio, un mecanismo de supervivencia que ha logrado que nuestra pequeña y frágil especie logre su continuidad. Algunos especialistas aseguran que el miedo a la extinción es el mecanismo detrás del ímpetu humano por reproducirse. Hay algo en todos esos libros y películas de terror que sirve al mismo tiempo como cuento cautelar y catarsis. “Nunca digas ‘ahora vuelvo’ o nunca regresarás”, decía medio en burla uno de los personajes de Scream, aquella peli de Wes Craven (quien dejó el plano material este año) que nos mostraba que las historias de terror  tienen reglas; podrían, de hecho, ser las dignas sucesoras de los originales cuentos de hadas. Esos plagados de dolor, sangre y espanto.

scream

Mi tío Miguel me introdujo a la literatura de horror con “La leyenda de Sleepy Hollow” de Washington Irving. Una vez que la descubrí, ya nunca me detuve. Mi primer gran maestro fue Edgar Allan Poe, el colorido de sus habitaciones y la amenaza de su muerte con máscara roja nunca me han abandonado. Luego vino HP Lovecraft, quien me enseñó lo indefensos que somos los humanos, lo frágil de nuestra cordura. Stephen King me reveló que la maldad puede habitar en los sitios más insospechados, aun disfrazado de inocencia infantil o de objeto inerte.

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Ahora en estos días terroríficos del año, mis favoritos por cierto,  me alegra compartir mi amor por el horror con todo aquél que se deje. Porque al final, el terror se trata de alivio; cuando termina la película o cerramos el libro estamos claramente perturbados, cambiados, pero vivos y moderadamente cuerdos. En realidad, las cosas no han cambiado mucho: hoy, al igual que en la época de las cavernas, nos sentimos felices de haber sobrevivido para ver otro amanecer, para leer una nueva historia aterradora que nos recuerda lo afortunados que somos, que aún hay esperanza.

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ednaEdna “Scarlett” Montes
Lectora, escritora y friki irredenta. Egresada de Miskatonic con tarjeta de cliente frecuente en Arkham. Tiene tantos fandoms que ya hasta perdió la cuenta. Divaga mientras espera que Cthulhu despierte de su sueño en R’lyeh o al fin le entreguen su TARDIS; lo que ocurra primero.

@Edna_Montes