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EL MIEDO Y EL TERROR

COMO ANTIGUA SABIDURÍA

 

Aglaia Berlutti

 

Por siglos, el secreto de la creación de los libros fue bien guardado entre gremios que se disputaban los detalles como tesoros extravagantes, en medio de un debate cada vez más elaborado sobre el derecho al conocimiento y, en especial, la búsqueda acerca del origen del saber como parte de algo más grande, elaborado y complicado de entender a simple vista. Después de todo, durante buena parte de la historia occidental los libros eran un tipo de patrimonio elitista, relacionado con la capacidad para elaborar un objeto que pudiera contener una forma de conocimiento elevado, que no estaba al alcance —ni tampoco destinado— a las grandes masas.

De hecho, en el siglo XV la labor de copista —esa rigurosa y minuciosa colección de hábitos que tenían por único objetivo mantener la memoria colectiva a través del papel— estaba destinada sólo a los más eruditos, devotos y de “espíritu puro”. En el XVI, leer se consideraba una “responsabilidad ante Dios”; en el XVII, una forma de “transcender las limitaciones del espíritu del hombre, sujeto a la tierra”; en el XVIII, “la puerta abierta a los grandes misterios de la humanidad”; y en el XIX, “una obligación intelectual”. La evolución de la cualidad de la lectura y, en especial, el vinculo de la memoria colectiva con los libros son una manera de comprender un tipo de poder que se consideraba misterioso, un reflejo de la forma en que la fabricación de los libros, sus métodos de creación y elaboración eran parte de un sistema de valor sobre su trascendencia. Una percepción sobre el libro como objeto que, más allá de sus valores intelectuales, era también una puerta abierta hacia un tipo de expresión espiritual difícil de clasificar.

El libro Dark Archives de Megan Rosenbloom elabora una hipótesis por completo nueva de esa percepción sobre el libro como un elemento enigmático y poderoso, pero además añade un elemento terrorífico: la investigación de la escritora —con una especialización en historia bibliográfica y procesos de creación de libro-objeto— está basado en un aspecto del mundo de los libros que resulta tan escalofriante como fascinante: la encuadernación en piel humana, una costumbre que se remonta a casi seis siglos y que, por supuesto, entra en el terreno de la compleja relación entre la concepción del conocimiento y lo sobrenatural. No obstante, Rosenbloom realiza una impecable investigación que se aleja de cualquier percepción sobre lo ético, lo macabro y lo temible para concentrarse, en esencia, en cómo la llamada bibliopegia antropodérmica (nombre científico del método) tiene una relación poderosa y sostenida con la concepción del conocimiento como una idea relacionada con lo esencial del hombre como individuo. Más allá de lo inquietante que pueda parecer el procedimiento y la manera en que históricamente se le interpreta —sobre todo después de los espeluznantes testimonios de crímenes nazis basados en procesos semejantes—, la noción del libro como parte del hombre es una mirada profunda hacia las conexiones que se establecen entre el conocimiento y lo simbólico que relaciona al hombre con un tipo de conocimiento esencia.

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Pero Megan Rosenbloom no sólo rescata una tradición temible y sin duda desconcertante, sino que le otorga un lugar consistente dentro de la historia del libro y la encuadernación, más allá del hecho concreto que se trata de una práctica ética que en la actualidad resulta discutible e incluso macabra por razones obvias. La bibliotecaria toma la idea desde su origen como rareza médica y comienza un recorrido hacia un hecho claro: el cuerpo del hombre fue considerado sagrado por siglos, pero a la vez los libros tenían un estatus semejante o al menos lo suficientemente poderoso para que ambas percepciones sobre lo sagrado estuvieran vinculadas por el imaginario de lo sublime y lo extraordinario. Para la experta, los libros encuadernados con piel humana no son en realidad una blasfemia, sino un homenaje tanto al hombre como al conocimiento, emparentados por un tipo de nexo originario y primario que por siglos enteros se consideró válido y motivo de culto y celebración.

El libro de Rosenbloom comienza su tránsito hacia el análisis de un fenómeno semejante en el Mütter Museum de Filadelfia, conocido por su extensa colección de rarezas médicas. La institución guarda la que es quizás el mayor número de libros encuadernados en piel humana, que para la institución forman parte de cómo se interpretó al libro —y en especial su relación con un tipo de conocimiento considerado sagrado— durante más de seis siglos. De hecho, como según cuenta Rosenbloom en el impactante y sugestivo primer capítulo de su libro, la vitrina que contiene una selección de casi sesenta volúmenes de todas partes del mundo resume una historia secreta acerca de los libros como tesoros que formaron parte de un sistema de valores relacionados con el conocimiento como objetivo único y de especial importancia.

Por supuesto, hay algo monstruoso y desconcertante en la historia que Rosenbloom descubre: mientras analiza el hecho que la posibilidad de la mezcla entre un tipo de método de creación prohibido —y la mayoría de las veces sacrílego— con una aspiración al conocimiento fue tan rara como enigmática. Se le consideró magia, un antiguo ritual de percepción sobre la identidad del saber como un hecho relacionado con lo oculto, pero también como una recreación poderosa de las líneas que unían al hecho del aprendizaje con un sacrificio biológico de considerable importancia. Rosenbloom recorre los orígenes, motivaciones y técnicas que llevaron a la creación de una práctica semejante, que ha sido el punto de partida de todo tipo de leyendas y mitos relacionados con libros envestidos de un tipo de cualidad mágica siniestra que perduran hasta la actualidad.

Pero, por extraño que parezca, la investigación de Rosenbloom no tiene ninguna relación con creencias mágicas ni mucho menos con procesos ocultistas de conservación de conocimientos arcanos. En realidad, la mayoría de los que llevaron a cabo procesos semejantes de encuadernación fueron investigadores experimentales de la ciencia médica: desde médicos del siglo XV, monjes en busca de una recreación directa de la forma en que se relaciona el conocimiento y el cuerpo humano e incluso científicos del siglo XIX, para quienes los métodos de encuadernación realizados a través de procesos primitivos fueron una forma de comprender no sólo el tránsito entre el libro como un tesoro simbólico hasta otro como un poder como reliquia social sino una confrontación directa hacia la idea del cuerpo humano como sagrado.

Rosenbloom narra una historia coral basada en diferentes episodios de investigación, lo que permite que la travesía a través de la concepción y el proceso de encuadernación con piel humana sea una mirada sobre las relaciones entre el conocimiento y la forma como se despoja a la idea de lo humano como divino. A través de las anécdotas que narra —todas ellas minuciosas y con una considerable cantidad de datos científicos— la autora logra establecer un recorrido desde los libros de piel creados por sacerdotes egipcios como una forma de ofrenda a deidades dedicadas al conocimientos, los laboratorios clandestinos en el siglo XVII y las cárceles repletas de cadáveres desollados hasta llegar a una ala de la Bibliothèque National de France en París, que se dedica exclusivamente al tema. Rosenbloom tiene especial cuidado en no caer en el amarillismo al describir la percepción histórica de la bibliopegia antropodérmica y analiza sus consecuencias y motivaciones desde un ámbito objetivo e incluso distante. La escritora recurre a voces de expertos, al análisis de textos especializados y, en particular, a la reflexión acerca de un método brutal como una expresión de la curiosidad científica y de un recorrido —sin duda macabro— por la forma en que el cuerpo humano transitó por la historia, desde lo divino a lo simplemente biológico.

Uno de los capítulos más interesantes del libro es el dedicado a los volúmenes de bibliopegia antropodérmica llevados a cabo por el asesino William Burke, que en la actualidad se conservan en el Surgeons´ Hall Museum de Edimburgo, junto con el cuerpo de la víctima cuya piel utilizó el asesino para su espeluznante labor.

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Megan Rosenbloom

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No obstante, Rosenbloom también lleva a cabo una cuidadosa investigación sobre el método utilizado por Burke, que le lleva a descubrir que la práctica era pública y accesible en El Real Colegio de Cirujanos de Edimburgo, famosa por ser una de las primeras instituciones científicas del mundo en rechazar la idea de la sacralidad del cuerpo humano —lo que les acarreó una dura condena de la Santa Sede— y que, además, dejó claro que la enseñanza de sus estudiantes pasaban por satisfacer las “necesidades más oscuras del estudio de la anatomía”. La Universidad dedicó décadas enteras a recopilar todo tipo de información sobre el uso del cuerpo humano como una concepción sobre el hecho de lo biológico por encima de lo teológico, lo que llevó a la publicación de un extenso catálogo en el que ya se mencionaba la posibilidad de que la piel humana fuera utilizada de formas “más cercanas a la artesanía que a las grandes artes de la que se piensa es absoluta exclusividad”.

En libro también relata la escalofriante historia del Doctor John Stockton Hough, que en enero de 1869 realizó la autopsia de Mary Lynch, muerta en circunstancias por entonces inexplicables y que, además, suponía un misterio médico en sí mismo. La mujer había muerto luego de un corta y fulminante agonía, sin que ningún experto pudiera determinar la causa de la altísima fiebre que sufría, la forma en que debilitó en cuestión de semanas y, al final, su muerte debido a lo que se consideró asfixia mecánica. Cuando el Doctor Hough diseccionó la cavidad torácica de Lynch encontró un tumor que contenía un grupo de gusanos aún con vida, que explicaron el extrañísimo cuadro médico de la paciente: Lynch fue el primer caso registrado de triquinosis en Filadelfia.

Pero el Doctor Hough no pasó a la historia por este esencial descubrimiento, sino por cortar un extenso trozo de piel de los muslos y espaldas del cuerpo de su paciente para analizar luego y tratar de comprender cómo gusanos podían haber encontrado un espacio fecundo para prosperar en semejantes condiciones. Lo más extraño es que Hough no llegó a conclusiones claras y terminó por conservar la piel de Lynch durante décadas, hasta que la usó con un propósito que consideró noble en la memoria de la paciente: la de encuadernar tres de sus libros más preciados, dedicados a la salud de la mujer y que había logrado escribir gracias a la investigación que llevo a cabo en el cadáver de Lynch. Por supuesto, semejante y macabro homenaje causó escándalo y al final un largo y sonado juicio que terminó por comprometer la carrera médica de Hough, e incluso su salud mental.

Los capítulos de Dark Archives cuentan con la suficiente habilidad como para lograr que el lector siga el inquietante trayecto histórico de los libros encuadernados en piel, a pesar que página a página los casos se hacen más complicados, extraños y repugnantes. Incluso Rosenbloom se toma algunas páginas —quizá las menos apasionantes del relato en conjunto— para analizar la zona gris legal en que se encuentran la posesión y manipulación de los cadáveres en la mayor parte de los países del mundo. Una reflexión sobre el hecho de la muerte física como un una noción aún no demasiado clara en la mayoría de los países del mundo, que permite comprender la proliferación de fenómenos como los libros encuadernados en piel y que forman parte de tradiciones mucho más singulares e inquietantes en las que la escritura no profundiza, pero deja entrever de forma inteligente y sagaz.

“Es más fácil creer que los objetos de piel humana están hechos por monstruos, como nazis y asesinos en serie, y no por médicos muy respetados como los que los padres quieren que sus hijos se conviertan algún día”, escribe Megan Rosenbloom en su libro y es quizá la premisa que sostiene no sólo la extensa investigación de esta especialista de la U.C.L.A. en libros extraños y catálogos históricamente inaccesibles, sino también la forma en que analiza un tipo de método que resulta terrorífico de entrada pero que envuelve un tipo de análisis sobre lo médico y lo científico que abarca casi seis siglos.

Claro está, la gran pregunta que intenta responder Rosenbloom involucra la idea de cómo se percibe el cuerpo humano y la forma en que esa percepción es una forma de comprender el tema desde un ámbito mucho más académico y menos sensacionalista. ¿Tiene relación el hecho de que los libros encuadernados en piel —en algunos casos, un deseo expreso de pacientes sobre el destino final de su cuerpo— con la donación de órganos, con la intención de enfermos y ancianos alrededor del mundo en entregar su cuerpo a la ciencia? En realidad Rosenbloom no responde al planteamiento, pero deja suficientes preguntas para reflexionar sobre ellas por separado y, en especial, como una manera de comprender la idea de la muerte y la ciencia como percepciones complementarias acerca de la identidad del hombre y su relación con lo desconocido. Una rarísima forma de trascendencia que Rosenbloom llevó en Dark Archives a una nueva dimensión.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

TheAglaiaWorld 

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