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PESADILLAS

Edna Montes

 

Puedo recordarlo como si acabara de pasarme: el dolor de mis piernas, pesadas de tanto correr, la forma en que el aire quema al entrar en mis agitados pulmones y las ganas de gritar sin ser capaz de evocar sonido alguno con mis cuerdas vocales. Ese momento en que la desesperación te inunda y descubres que ya no hay escape. En ese momento, me despierto de un salto. Mis labios todavía articulan la mueca de un grito silencioso, fue una pesadilla.

Habitualmente, pensamos en el mundo de los sueños de una forma dulce, casi romántica. En un mundo ideal, cuando somos niños, la hora de la cama viene acompañada de todo un rito de cuentos, una cama calentita y un besito de buenas noches. No obstante, eso no garantiza ninguna seguridad, ellas están ahí. Te acechan desde un rincón oculto en tu mente, desde esa sombra en la que te sumerges al cerrar los ojos.

Las pesadillas son tan terroríficas porque nos dejan indefensos. Estamos luchando contra monstruos y calamidades en un mundo que no podemos controlar.  En la antigüedad se les atribuía a demonios o monstruos que se sentaban sobre el pecho del durmiente, oprimiéndolo; de ahí la palabra con que definimos esos sueños inquietantes: “pesadilla” viene de peso. Esa carga en el pecho es, quizá, la mejor forma de describir el dolor, angustia y miedo que éstas nos causan.

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«La pesadilla», Henry Fuseli (1781)

Otra pista de que el mundo onírico no siempre es amable se encuentra en los viejos mitos. Para los griegos, el sueño y la muerte eran hermanos, lo cual suena lógico si pensamos lo similares que pueden llegar a ser físicamente hablando. Mientras Morfeo daba forma a los sueños humanos, su hermano siniestro Phobetor repartía las pesadillas. En la mitología nórdica, Balder comienza a tener pesadillas; así Frigg, su madre, entiende el peligro mortal en que se halla su hijo. También está el Arenero, un personaje que carga una bolsa con arena la cual sopla sobre los ojos de las personas para inducirlas a dormir.

"The Three Sons of Sleep", Maura.

«The Three Sons of Sleep», Maura.

Más adelante, ETA Hoffman retomaría el mito, con un giro espeluznante, en su cuento “El hombre de arena”, donde uno de los personajes recuerda la historia que le contó su nana: el Arenero sólo visita a los niños malvados quienes se niegan a dormir. Luego de llenarles los ojos de arena para que sangren y sean expulsados de sus cuencas, los recolecta en su bolsa y se los lleva a la luna para alimentar a sus monstruosos hijos. Ese cuento también es una referencia de culto a los autómatas, pero esa es una historia que debe ser contada en otra ocasión.

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No podemos quedar a merced del enemigo, también creamos protecciones. Una de las más conocidas es el atrapasueños de los nativos estadounidenses. A él podemos añadir el popular Baku de Japón. Éste consiste en un muñeco muy parecido a un tapir que se coloca bajo las almohadas de los niños para que se “coma” las pesadillas y evite que lleguen a ellos.

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Existe algo mucho más poderoso que la simple protección: el poder de transformar. Para los aficionados al horror y la literatura de género, las pesadillas trascienden hacia la realidad. Esos sueños torcidos son la inspiración de muchas de las historias que amamos. Hace 200 años, por ejemplo, Mary Shelley tuvo una pesadilla la cual daría nacimiento a Frankenstein o el moderno Prometeo. Robert Louis Stevenson soñó la grotesca metamorfosis de un hombre que daría como resultado El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde.

Saltando al cine, la famosa Pesadilla en la calle del infierno fue inspirada por un sobreviviente de los campos de exterminio de Camboya. El joven aseguraba que un monstruo lo perseguía en sueños; para evitarlo, trataba de mantenerse despierto todo el tiempo posible. Una noche cayó dormido. Sus padres esperaban que el agotamiento fuera suficiente para mantenerlo tranquilo, pero él gemía, gritaba y hacía movimientos desesperados entre sueños. Nunca despertó. La historia perturbó tanto a Wes Craven que la convirtió en la premisa de la película responsable de aterrar, al menos, a un par de generaciones.

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De niña, solía tener muchas pesadillas. En parte, eso me llevó hacia el género del horror en todas sus formas y manifestaciones. Creía que asustarme despierta era la clave para dejar de tener miedo por las noches, en cuanto mi mamá apagaba las luces. No encontré el remedio, pero sí la terapia ideal. Tal vez nunca deje de tener pesadillas, pero ahora sé bien qué hacer con ellas, cómo transformarlas. A fin de cuentas, comprender lo que nos asusta e inquieta es la mejor forma de conocernos a nosotros mismos y, ¿por qué no?, a aquellos sueños luminosos que nos impulsan. Usamos el terror como una tabla de salvación: nos recuerda que, al menos hoy, estamos a salvo.

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Imagen de cabecera: Segunda versión de «La pesadilla» de Henry Fuseli (1782).

 

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ednaEdna “Scarlett” Montes
Lectora, escritora y friki irredenta. Egresada de Miskatonic con tarjeta de cliente frecuente en Arkham. Tiene tantos fandoms que ya hasta perdió la cuenta. Divaga mientras espera que Cthulhu despierte de su sueño en R’lyeh o al fin le entreguen su TARDIS; lo que ocurra primero.

@Edna_Montes