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ROMANCE GÓTICO

terror, belleza y lugares

 

Aglaia Berlutti

 

Cuando Rebecca de Daphne Du Maurier se publicó en 1938 sorprendió al público y a la crítica literaria al renovar el romance gótico a un nivel por completo inesperado. Desde su personaje sin nombre —una moderna encarnación de la dama frágil y llena de sufrimiento de todas las historias al estilo que le precedieron— hasta la extraordinaria mansión Manderley, la novela era un mecanismo siniestro que tenía como centro medular el amor, pero también de la identificación total entre la donación del ser y la búsqueda de respuestas a los misterios sugeridos.

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Rebecca no era una novela sencilla, pero sí un drama que podía ser comprendido desde sus rudimentos más sutiles: la heroína se enfrentaba a la oscuridad de un recuerdo codicioso, la obsesión y al amor romántico, mientras a su alrededor todo parecía derrumbarse con rapidez en medio de una tragedia incompleta. Du Maurier diría después que uno de sus grandes retos —“una pequeña travesura”— fue que el lector nunca conociera el nombre de su jovencísima e inocente heroína. Pero también que la atmósfera de Manderley fuera incluso más importante que el romance, la búsqueda de la identidad y, al final, el subtexto doloroso que se ocultaba detrás de las cuidadosas descripciones de la casa ancestral, centro y estructura de todo lo que ocurría en la narración.

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La inspiración de Manderley.

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Una novela semejante se convirtió en un éxito instantáneo. Millones de lectores encontraron en la forma en que Du Maurier devolvió lustre al romance gótico, un tránsito de considerable interés entre los habituales dramas emocionales de la segunda mitad del siglo XX y un renovado tipo de terror. También, resultó deslumbrante cómo la autora logró emparentar a su obra con las que le precedieron en el género, todas estructuras de milimétrica precisión en la que lo lóbrego y lo inquietante creaban una atmósfera sorprendente. Rebecca se erigió en un icono de un modo de contar historias que mezclaba sus ilustres antecedentes literarios, que por años había pasado por mejores y peores momentos, con algo más moderno y flexible. Pero en especial, fue un puente entre las intelectuales percepciones sobre el universo emocional —al estilo de Karen Blixen y Virginia Woolf— a algo más intuitivo y retorcido. Una versión poderosa de viejos universos narrativos a los que Du Maurier brindó un aire renovado.

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Daphne Du Maurier

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Claro está, de inmediato Rebecca entró en un debate inevitable. Con su brillante heroína en busca de identidad, sus parajes siniestros y, al final, el triunfo del amor romántico, la historia fue comparada con otro gran éxito del romance gótico convertido en clásico instantáneo. La Jane Eyre de Charlotte Brontë, publicada en 1847, era una forma de sostener no solamente el mismo diálogo que Du Maurier planteó acerca del amor, la oscuridad y el impulso de la razón, sino que era de una u otra manera una línea que unía ambas percepciones de lo romántico con algo más oscuro. Tanto una como la otra reflexionaban sobre la oscuridad de la razón, la caída en los infiernos del deseo y la pérdida, para después alcanzar una redención de enorme potencia espiritual en que ambas protagonistas terminaban en una madurez levemente tétrica. Una junto al amor de su vida, alejada de la casa de sus pesadillas, y la otra liberada de los dolores y despidiéndose de manera emocional de su pasado. Al final, las dos novelas eran un recorrido por el género desde su percepción como elemento de profunda dureza. También, una colección de matices sobre la naturaleza femenina, la percepción del miedo y la concepción del caos como algo más complejo que el azar.

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Pero para allá de eso, ambas historias llevan al romance gótico a una dimensión en la que el elemento humano y la leve percepción de lo sobrenatural —o lo inexplicable— es un tránsito de la conciencia, más que emocional. Brontë y Du Maurier crearon conexiones definitivas con la manera en que la literatura comprende el poder, lo que se esconde bajo los infinitos secretos de lo que se considera privado e intimo —toda una novedad en la época— y, en especial, una mirada durísima sobre la correlación de nuevos espacios en que se vinculan el estrato de lo perentorio.

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Charlotte Brontë

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Hasta Jane Eyre, el concepto del sufrimiento que libera estaba sujeto a una aleatoria convención de elementos que sostiene el bien y el mal como contexto del personaje. En Rebecca esa instrucción imprescindible se transforma en una búsqueda de un secreto angustioso que termina por ser el inicio de algo más doloroso: la comprensión que el amor no es suficiente, para enfrentar un tipo de mal escondido en el reverso oscuro de las esperanzas más inocentes. Entre ambas cosas, el género del romance gótico logró construir una estructura consistente acerca de la individualidad, la reflexión de la naturaleza humana sometida al miedo y a los designios de lo inconmensurable, para por último sucumbir a lo terrorífico. Para bien o para mal, tanto Rebecca como Jane Eyre fueron un tránsito entre épocas. Miradas sobre lo humano y lo invisible, que dotó de un aire mucho más marcado y poderoso al género.

Un valle de sombras, el llanto de una mujer solitaria

El romance gótico alcanzó su mayor esplendor a mediados del siglo XVIII, con la publicación de la que se considera la novela fundacional del género: El castillo de Otranto de Horace Walpole resumió casi cinco décadas de transformaciones en la forma de concebir lo tétrico, lo sobrenatural y emocional hasta sintetizar cada uno de los rudimentos de la narración basada en lo siniestro y la redención espiritual tardía en una historia que aún se considera de considerable peso narrativo.

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La obra de Walpole se sostenía de una narración trepidante, en la que el amor, la esperanza, el terror, la violencia y una subversión de las normas tradicionales de lo romántico se convertían en todo un recorrido sustancial a través de la conciencia ilustrada de la época. Era, además de una obra de ruptura —cómo se analiza lo sobrenatural y la razón de su existencia era más que poderosa—, un tránsito entre la concepción de la oscuridad espiritual hacia algo más angustioso, elaborado y complicado de lo que jamás habían sido narraciones al estilo.

La novela, que basa su argumento en un tránsito de condiciones de la voz de la razón, el triunfo del bien moral sobre las perversiones y por primera vez la construcción del monstruo humano, fue un éxito de librería aunque no de crítica. Los círculos literarios de Inglaterra se convirtieron en hervideros de opiniones encontradas acerca de la posibilidad y la fiabilidad de lo narrativo, como espacio entre dos concepciones de la verdad. La narración de Walpole se cuestionaba el hecho de lo humano en contraposición a lo divino, la percepción del amor como liberador y, al final, los lugares comunes de la literatura gótica como algo más profundo que se enlaza con una idea potencial sobre lo humano. Una mirada ambigua sobre la moral.

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Horace Walpole

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Para acentuar el aire complejo de la obra, la concepción de la oscuridad interior se transformó en un recorrido hacia espacios mentales más elaborados que el mero de hacer el mal o entregarse al bien. Walpole, al que se le relacionó por años con todo tipo de místicos ingleses, incorporó a su novela un amplio abanico de vínculos entre lo emocional, lo divino y lo sagrado, en contraposición con la maldad. El escritor elevó la concepción de los dilemas éticos a algo mucho más complejo y añadió una relación directa con los espacios, las reflexiones de los personajes sobre su vida e incluso el pasado que podía unirlos —o no— con una meditada concepción del amor. Al final, la historia terminaba por encontrar un sentido opulento de la belleza, lo siniestro y lo fatídico que desconcertó a la los lectores de su época.

Se trató de una confluencia de factores en un tipo de narración en que lo dramático, la propensión a temas oscuros, elementos sobrenaturales y represión cultural se convirtieron en algo más profundo y extraño que brindó al romance gótico un subtexto político y cultural. Las narraciones detallaron lo que ocurría detrás de los extraordinarios castillos, las magníficas mansiones o las vicisitudes de las heroínas de turno. A la vez, exploraban de manera efectiva lo que ocurría en ciudades y cortes, en la forma en que el poder se manifestaba y, en particular, cómo afectaba a las pequeñas circunstancias cotidianas.

Además, el género creaba una concepción sobre la realidad escindida que se entremezclaban con todo tipo de recursos narrativos: llamada literatura de pesadillas, el romance gótico incluía paisajes oníricos, figuras de la imaginación subconsciente y los miedos comunes a toda la humanidad en una historia poderosamente contada, llena de un tipo de suspenso y drama insoportable. Para buena parte de la literatura de la época, la connotación sobre la tensión en el romance gótico es un recorrido hacia algo más doloroso, persistente y colosal. La mirada del corazón humano como un espacio en que confluyen la bondad y la maldad a la vez.

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Daphne Du Maurier

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En Jane Eyre hay mucho de la connotación de un recorrido angustioso a través de todos los extremos de las emociones humanas. De hecho, Brontë brindó a su heroína un poder genuino sobre su futuro, al construir sus traumas infantiles sobre la cuestión de la reivindicación. Algo que también hace Du Maurier al brindar a su personaje la necesidad de redención y, además, de tránsito de joven ingenua en busca del ideal en una mujer capaz de enfrentar las vicisitudes más incómodas de una batalla moral en la que lleva las de perder. La novela Rebecca sustrae todas sus percepciones sobre lo idóneo y lo consistente, para recorrer una mirada hacia el poder. Desde enfrentar la brecha social que le separa de Maxim hasta el hecho que su némesis sea el recuerdo de una mujer sublimada en la idealización perversa y convertida en una presencia maligna casi sobrenatural.

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Charlotte Brontë

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Este regreso al romance gótico (1920-1930) creó todo un nuevo uso simbólico que atraviesa incluso los lugares más consistentes de la versión del género cien años atrás. En lugar de castillos, ahora se trata de mansiones y su heroína es una mujer que, a pesar del sufrimiento que debe enfrentar —antes y después de conocer el amor como elemento que salva y reivindica sus esfuerzos—, tiene el suficiente poder para plantar cara a la oscuridad que le rodea. En muchas formas, Rebecca es la reinvención para una nueva época de la Jane Eyre clásica, capaz de afrontar el miedo y batallar contra las sombras, ya sea de su propio origen humilde —que la emparenta con la Rebecca de Du Maurier— o con la idea plena de su liberación, una vez que asume la concepción de su lugar en el mundo. Heridas, devastadas por el sufrimiento, pero a la vez tan fuertes como para lidiar con el miedo sin retroceder, tanto la narradora anónima de Du Maurier como la Jane Eyre de Brontë son criaturas fascinantes, nacidas de una época de transición de un género clásico que, además, condiciona su valor como sobreviviente frente a la más amarga adversidad a una mirada potente sobre la identidad.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

TheAglaiaWorld 

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