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SOBRE LO FANTÁSTICO EN LA LITERATURA[1]

Du fantastique en littérature

Charles Nodier

Si investigáramos acerca de cómo debió proceder la imaginación del hombre en la elección del objeto de sus primeros deleites, llegaríamos sin duda a creer que la literatura de los orígenes, estética, más por necesidad que por elección, se amparó, durante largo tiempo, detrás de la expresión ingenua de la sensación. Más tarde, llegaría a comparar entre sí las diferentes sensaciones, complaciéndose en desarrollar las descripciones, considerando los aspectos característicos de las cosas, reemplazando palabras mediante figuras. Tal es el objeto de la poesía primitiva. Cuando aquel tipo de impresiones fue modificado y casi llevado a su agotamiento mediante un largo uso, el pensamiento se elevó de lo conocido hasta lo desconocido. Profundizando en las leyes ocultas de la sociedad, estudió los resortes secretos de la organización universal; y escuchó, en el silencio de la noche, la maravillosa armonía de las esferas, inventando las ciencias contemplativas y las religiones. Aquel imponente misterio supuso la iniciación del poeta a la gran tarea de la legislación. Descubriéndose, a consecuencia de aquella fortaleza que se había revelado en él, magistrado y pontífice, instituyó por encima de todas las sociedades humanas un santuario sagrado que sólo se comunicaría con la tierra mediante solemnes instrucciones: desde una zarza ardiente, desde la cumbre del Sinaí, desde las alturas del Olimpo y del Parnaso, desde las profundidades del recinto de la Sibila, a través de la umbría de las encinas proféticas de Dodona o los bosquecillos de Egeria. Aunque la literatura que era puramente humana se encontraba limitada a las cosas ordinarias de la vida positiva, no por ello había perdido el elemento inspirador que la divinizó en su primera edad. Sólo que, como ya había dado lugar a sus creaciones esenciales, que el género humano había recibido en nombre de la verdad, se extravió, adrede, en una región ideal menos imponente, pero no por ello menos rica en seducciones; y, para decirlo todo, inventó la mentira. Fue aquella una brillante e inconmensurable carrera en la que, abandonada a todas las ilusiones de una dócil credulidad, porque era voluntaria, a los prestigios ardientes del entusiasmo, tan natural en los pueblos jóvenes, a las alucinaciones apasionadas de los sentimientos que aún no han sido desengañados por la experiencia, a las vagas percepciones de los terrores nocturnos, de la fiebre y de los sueños, a las ensoñaciones místicas de un espiritualismo tierno hasta la abnegación o llevado hasta el fanatismo, aumentó rápidamente sus dominios con inmensos y maravillosos descubrimientos, mucho más sorprendentes y variados que los que le había proporcionado el mundo plástico. Al poco tiempo, todas aquellas fantasías del genio debidamente inspirado en que se había convertido el mundo espiritual, resuelto y especial, tomaron cuerpo, todos aquellos cuerpos ficticios tomaron una individualidad, todas estas individualidades una armonía, y así se tuvo el mundo intermedio. De estas tres operaciones sucesivas, la de la inteligencia inexplicable que había fundado el mundo material, la del genio divinamente inspirado que había adivinado el mundo espiritual, la de la imaginación que había creado el mundo fantástico, se compuso el vasto imperio del pensamiento humano. Los lenguajes han conservado fielmente las huellas de esta generación progresiva. El punto culminante de su desarrollo se pierde en el seno de Dios, que es la sublime ciencia. Todavía llamamos supersticiones, o ciencia de las cosas elevadas, a esas conquistas secundarias del espíritu, sobre las que –y esto en todas las religiones- se apoya la propia ciencia de Dios, y cuyo nombre indica que todavía se encuentran situadas más allá de todas las proyecciones vulgares. El hombre puramente racional se encuentra en el último grado. Y sería en el segundo, es decir en la región media de lo fantástico y del ideal, en donde habría que situar al poeta, si estuviéramos haciendo una buena clasificación filosófica del género humano.

 

Ya he dicho que incluso la ciencia de Dios se apoyaba en el mundo fantástico o superstant, y esto es algo que resulta prácticamente inútil demostrar. En lo que sigue sólo consideraré los empréstitos que ha obtenido de la invención fantástica de todas las naciones, aunque los estrechos límites que me he impuesto no me permitan multiplicar los ejemplos que, por lo demás, se presentan de manera espontánea a todos los espíritus. ¿Quién no recuerda, en una primera panorámica, los amores tan misteriosos de los ángeles, apenas nombrados en la Escritura, con las hijas de los hombres; la evocación de la sombra de Samuel por la vieja pitonisa de Endor, aquella otra visión, sin forma ni nombre, que apenas se manifestaba como un vapor confuso y cuya voz se asemejaba a un débil soplo; esa mano gigantesca y amenazante que escribió una profecía de muerte, en medio de festines, en las paredes del palacio de Baltasar; y sobre todo, aquella incomparable epopeya del Apocalipsis, concepción grave, terrible, abrumadora tanto para el alma como para el individuo, que supone el juicio final de las razas humanas y fue entregada a las jóvenes iglesias por una genial previsión que parece haberse anticipado al futuro e inspirarse en la experiencia de la eternidad?

Lo fantástico religioso, si se me permite el expresarme de esa manera, fue por necesidad solemne y sombrío, puesto que sólo debía actuar sobre la vida positiva a través de impresiones serias. Por eso la fantasía puramente poética, en modo contrario, se aderezó con todos los encantos de la imaginación. Su único objetivo fue presentar bajo un aspecto hiperbólico todas las seducciones del mundo positivo. Madre de los genios y de las hadas, supo sacar de sí misma los atributos de su poder y los milagros de su varita. Bajo la influencia de su prisma prestigioso, dio la impresión de que la tierra se abría, pero sólo para descubrir rubíes de fuegos tornasolados, zafiros más puros que el azur del cielo; el mar sólo llevaba hacia sus orillas coral, ámbar y perlas; en el jardín de Sadi, todas las flores se convirtieron en rosas, todas las vírgenes en huríes del paraíso de Mahoma. Fue de tal suerte que llegaron a nacer, en la región más favorecida por la naturaleza, los cuentos orientales, resplandeciente galería de los más raros prodigios de la creación y los más deliciosos sueños del pensamiento, inagotable tesoro de joyas y perfumes que fascina los sentidos y da a la vida una dimensión divina. Es muy probable que el hombre que busca, inútilmente, una compensación pasajera al amargo tedio de su realidad no haya leído todavía Las mil y una noches.

Y aquella musa caprichosa, de risueña apariencia, velada con perfumadas gasas, de mágicos cantos, de deslumbrantes apariciones, que había emprendido su vuelo en la India, se detuvo sobre la naciente Grecia. La primera edad de la poesía acababa entre invenciones místicas. El cielo mitológico estaba poblado por Orfeo, Lino[2] y Hesíodo. La Iliada había completado la cadena maravillosa del mundo sublime, incorporando a su último eslabón los héroes y los semidioses, en una historia que hasta entonces no tenía parangón, en donde el Olimpo se comunicaba por primera vez con la tierra mediante sentimientos, pasiones, alianzas y combates. La Odisea, segunda parte de esa biología poética, y no necesito más pruebas para afirmar que fue concebida por el genio sin rival que había concebido la primera, nos mostró al hombre en relación con el mundo imaginario y el mundo positivo, utilizando para ellos los viajes fantásticos y llenos de aventuras de Ulises. Todo delata en ella el esquema narrativo propio del Oriente, todo manifiesta la exuberancia del principio creador que acababa de generar las teogonías y que extendió sobre el vasto campo de la poesía, y de manera abundante, el excedente de su fecunda poligenesia, como el escultor que, a parte de los restos de la arcilla con la que diera forma a la estatua de un Júpiter o un Apolo, se entretuviera en modelar con sus dedos formas raras pero ingenuas, características de lo grotesco, siendo capaz de improvisar, bajo los rasgos deformes de Polifemo, la caricatura clásica de Hércules. ¿Qué otra prosopopeya hay que sea, a la vez, más natural y más atrevida que la historia de Escila y Caribdis? ¿No debió ser así como los antiguos navegantes se imaginaron aquellos dos monstruos marinos, y el espantoso tributo que imponían al inexperto navío que se atrevía a tantear sus escollos y las voces destempladas de las olas que aullaban al rebotar en sus rocas? Si todavía no has oído hablar de las insidiosas melodías de la Sirena, de los más seductores encantamientos de una bruja enamorada que cautiva mediante hechizos florales, de la metamorfosis del curioso temerario que se encuentra de repente en una isla desconocida por los navegantes, atrapado en la forma y los instintos de una bestia salvaje, pregúntale a la gente o a Homero. El descenso del rey de Ítaca a los infiernos recuerda, a pesar de sus proporciones gigantescas y admirablemente idealizadas, a las gules y a los vampiros de las fábulas levantinas, que la sabia crítica de los modernos tanto reprocha a nuestra nueva escuela; eso da idea de lo lejos que los piadosos sectarios de la antigüedad homérica, a los que tan risiblemente confiamos la custodia de las buenas doctrinas, están de comprender a Homero, ¡o lo hayan leído mal!

Lo fantástico exige a la verdad una virginidad de imaginación y de creencias que no se da en las literaturas secundarias, y que sólo se reproduce en ella después de una de esas revoluciones a cuyo final se ha conseguido la renovación de todo; pero entonces, y cuando las propias religiones quebrantadas hasta sus cimientos ya no se dirigen a la imaginación, o no le aportan más que nociones confusas, oscurecidas día tras día por un inquieto escepticismo, es ciertamente necesario que esta facultad de producir lo maravilloso de la que la naturaleza lo ha dotado, se ejercite sobre un género creativo más vulgar y mejor apropiado a las necesidades de una inteligencia materializada. La aparición de las fábulas tiene lugar, una vez más, en el momento en que acaba el imperio de esas verdades reales o tenidas por tales, que otorgan un atisbo de alma al desgastado mecanismo de la civilización. Esta es la explicación de por qué lo fantástico ha llegado a ser tan popular en Europa desde hace algunos años, haciendo que sea la única literatura esencial de la edad de la decadencia, o de transición, a la que hemos llegado. A pesar de lo expuesto, debemos reconocer que se trata de un beneficio espontáneo de nuestra organización; pues si el espíritu humano no siguiera complaciéndose aún con vívidas y esplendentes quimeras, cuando tocara al desnudo las repulsivas realidades del mundo verdadero de esta época de engaño, sería presa de la más violenta desesperación, y la sociedad ofrecería la espantosa revelación de una necesidad unánime de disolución y suicidio. Así pues, no hay que gritar tanto en contra de lo romántico y lo fantástico. Estas pretendidas innovaciones son la inevitable expresión de períodos extremos de la vida política de las naciones, y sin ellas, imagino a duras penas lo que podría quedarnos del instinto moral e intelectual de la humanidad.

Así pues, tras la caída del primero orden de las cosas, en lo social, del que hemos conservado su recuerdo, el de la esclavitud y la mitología, la literatura fantástica surgió, como el sueño de un moribundo, entre las ruinas del paganismo, en los escritos de los últimos clásicos grecolatinos, Luciano y Apuleyo. Desde Homero había caído en el olvido; y el propio Virgilio, a quien una imaginación sosegada y melancólica transportaba con facilidad hasta las regiones de lo ideal, no se había atrevido a tomar prestados a las musas primitivas los colores inciertos y terribles del infierno de Ulises. Poco tiempo después de él, Séneca, todavía más positivo, llegó hasta despojar a lo venidero de su impenetrable misterio en los coros de Las troyanas; tras de lo cual expiraría, sofocado bajo su mano filosófica, el último destello de la última antorcha de la poesía. La musa sólo se despertaría un momento, caprichosa, desordenada, frenética, animada con una vida que había tomado prestada, divirtiéndose con amuletos encantados, manojos de hierbas venenosas y huesos de muertos, al resplandor de las antorchas de las brujas de Tesalia, en El Asno de Lucio.[3] Todo lo que desde entonces hasta el Renacimiento ha quedado de ella, es el confuso murmullo de una vibración que se extingue cada vez más en el vacío, esperando un nuevo impulso para volver a comenzar de nuevo. Lo que aconteció a griegos y latinos debía acontecernos a nosotros. Lo fantástico se lleva a las naciones cuando están en mantillas, como el rey de los alisos, tan temidos por los niños, o aparece para asistirles en su lecho fúnebre, como el espíritu familiar de César; y cuando sus cánticos acaban, todo concluye.[4]

La producción digna de hacer época en las más bellas de las edades literarias, la obra maestra, ingenua por su naturalidad e imaginación, que aún por mucho tiempo hará las delicias de nuestros descendientes, y que, sin género de dudas, sobrevivirá junto a Moliére, La Fontaine y algunas de las más bellas escenas de Corneille a todos los monumentos del reinado de Luis XVI, el libro sin parangón que las más felices imitaciones han hecho que en adelante sea inimitable, lo constituyen los Cuentos de Hadas de Perrault. Su composición no está totalmente de acuerdo con las reglas de Aristóteles y su estilo poco figurado no ha ofrecido, que yo sepa, a los compiladores de nuestros retóricos, muchos y ricos ejemplos de descripciones, de amplificaciones, de metáforas o de prosopopeyas; incluso habría alguna dificultad, y lo digo para vergüenza de nuestros diccionarios, en encontrar en estos amplios archivos de nuestra lengua informaciones positivas acerca de algunas locuciones desacostumbradas, las cuales, al menos en lo que concierne a los extranjeros, siguen esperando que el etimólogo y el crítico se preocupen de ellas; y no disiento acerca de que hay buen número de ellas, como la que sigue: Tirez la cordelette et la bobinette cherra, que podrían dar graves quebraderos a los venideros Saumaises,[5] pero es seguro de que sus innumerables lectores las comprendan de maravilla, y puede apreciarse que el autor ha tenido la modesta sencillez de no trabajar para la posteridad. ¡Qué intenso atractivo, por si fuera poco, ofrecen hasta en sus más nimios detalles esas encantadoras bagatelas, qué verosimilitud en los personajes, qué originalidad tan ingeniosa e inesperada en las peripecias! ¡Qué locuacidad tan fresca y subyugadora en los diálogos! Tanto que no dudo en afirmar que mientras que sobre nuestro hemisferio quede en pie un pueblo, una tribu, una aldea, una tienda, en donde la civilización consiga refugiarse contra las progresivas invasiones de la barbarie, se llegará a hablar, entre los resplandores del solitario hogar, de la aventurada odisea de Pulgarcito, de las venganzas conyugales de Barba Azul, de las sabias maniobras del Gato con Botas; y los Ulises, Otelos y Fígaros de los niños vivirán durante tanto tiempo como los otros. Si hay algo que poner en términos comparativos con la perfección sin defectos de esas epopeyas en miniatura, si pueden oponerse algunas idealidades, aún más frescas, a los inocentes encantos de Caperucita, a las alegres travesuras de Finette o a la conmovedora resignación de Grisélidis,[6] será entonces en el seno del propio pueblo en donde habrá que buscar esos poemas que han pasado desapercibidos, tradicionales delicias de las veladas de los pueblos y de los que, con buen juicio, Perrault ha extraído sus narraciones. No niego que se ha disertado, y muy sabiamente, en nuestros días, sobre Cuentos de Hadas cuyo origen se quiere situar bastante más lejos, y que se intenta hacernos creer, si hacemos caso a los eruditos, que Piel de asno es una importación de Arabia, que Riquete el del Copete no ejercía el derecho feudal sobre sus antiguos dominios, sin exhibir un título de investidura timbrado desde el Oriente, y que la torta y el bote de mantequilla, a pesar de su falsa apariencia local, nos fueron traídos un buen día por un Simbad cualquiera, que llegó a lomos de un efrit desde la tierra de Las mil y una noches. Se nos ha acostumbrado tanto a la imitación, desde el establecimiento de esa dinastía aristotélica por la que aún somos gobernados desde lo alto del Instituto, que ha llegado a ser dogma literario que en Francia no se inventa nada, y es probable que al Instituto no le falten buenas razones para inducirnos a creerlo. Mi sumisión a sus preceptos no podría llegar a tanto. Nuestras benéficas hadas, con varitas de hierro o de avellano, nuestras hadas repelentes y hurañas con su yunta de murciélagos, nuestras princesas todo amabilidad y simpatía, nuestros príncipes mágicos y bien parecidos, nuestros ogros estúpidos y feroces, nuestros matagigantes, las maravillosas metamorfosis del Pájaro Azul, los portentos de la Rama Dorada,[7] pertenecen a nuestra antigua Galia, de la misma manera que su cielo, sus costumbres y sus monumentos, ignorados durante demasiado tiempo. Ya está bien de llevar más lejos el desprecio hacia una nación espiritual que tanto se ha lanzado hacia delante por su propia iniciativa en todos los caminos de la civilización, el poner en duda el mérito que supone tener la inventiva necesaria para dar vida a los héroes de la bibliothéque bleu.[8] Si lo fantástico no hubiera existido nunca entre nosotros por su propia naturaleza e inventiva, hecha abstracción de cualquier otra literatura antigua o exótica, no habríamos tenido sociedad, pues nunca ha existido ninguna sociedad que no lo hubiera tenido y adaptado a sus peculiaridades. Las excursiones de los viajeros no han dejado de mostrarles una familia de salvajes que no narrase alguna historia extraña, y que no situase, ya fuera en las nubes de su atmósfera o en los humos de su choza, algún misterio arrebatado del mundo intermedio gracias a la inteligencia de los ancianos, la sensibilidad de las mujeres o la credulidad de los niños. No son pocas las veces que los orientalistas apasionados, que nos roban las fábulas de nuestras nodrizas para rendir con ellas homenaje a los corifeos de las almeas y las bayaderas, se han sentado en la choza del aldeano, o cerca de la barraca nómada del leñador, o en la parloteadota velada de las agramadoras, o en la alegre cabaña de los vendimiadores. ¡Lejos de acusar a Perrault de plagiario, deberían quizá quejarse de la parca parsimonia con la que distribuyó a nuestros antepasados las sorprendentes crónicas de unas edades que no han existido y que no existirán nunca, por actuales y vivas que estén todavía en la memoria de nuestros troveros de aldea! ¡Cuántas narraciones hermosas habrían podido escuchar, impregnadas, con tanta vivacidad, de los usos, las costumbres y los nombres de la región, que el más intrépido etimólogo se vería obligado, al escucharlas, a detenerse por vez primera ante la incontestable fuente de donde emanan las invenciones y las cosas y en la que nunca se le había ocurrido pensar por ser de otra naturaleza y de otra sociedad! Desde que la vieja mujer sentimental, soñadora y quizás un poco bruja, se le ocurriera, por primera vez, improvisar esas fablillas poéticas, al llameante resplandor de un puñado de enebro seco, para adormilar la impaciencia y los dolores de un pobre niño enfermo, se han ido repitiendo fielmente, de generación en generación, en las largas veladas de las hilanderas, entre el ruido monótono de los tornos, apenas alterado por el tintineo del hierro ganchudo que aviva la brasa, y que se repetirán siempre, sin que a ningún nuevo pueblo se le ocurra disputárnoslas; pues cada pueblo tiene sus historias, y la facultad creadora del narrador es lo suficientemente fecunda en todos los países como para que tenga necesidad de ir a buscar a tierras lejanas lo que posee dentro de sí, como los músicos ambulantes y los derviches. La tendencia hacia lo maravilloso y la facultad de poder modificarlo, de acuerdo con determinadas circunstancias naturales o fortuitas son innatas en el hombre. Es el instrumento esencial de su vida imaginaria y, posiblemente, la única compensación verdaderamente providencial de las miserias que son inseparables de su vida social. [9]

En Francia, donde lo fantástico se halla hoy día tan desprestigiado por los árbitros supremos del gusto literario, quizá no sería inútil investigar cuál había sido su origen, señalando, de pasada, sus principales épocas, y relacionando con nombres gloriosamente consagrados los títulos culminantes de su genealogía; pero yo no he trazado más que los tenues lineamientos de su historia y me guardaré muy bien de emprender su apología contra los espíritus doctamente prevenidos que han abdicado de las primeras impresiones de su infancia para atrincherarse tras un exclusivo orden de ideas. Las cuestiones sobre lo fantástico pertenecen en sí mismas al dominio de la fantasía. ¡Dios me guarde de despertar, en lo que a ellas se refiere, las miserables disputas de los escolásticos de los pasados siglos y de transportar una querella teológica al terreno de la literatura, en interés de la gracia de lo maravilloso y del libre arbitrio del espíritu! Lo que me atrevo a creer es que si la libertad de la que se nos habla no es, como en ocasiones he llegado a temer, una decepción de juglares, sus dos principales santuarios se hallan en la creencia del hombre religioso y en la imaginación del poeta. ¿Qué otra compensación prometerían ustedes a un alma profundamente afligida por la experiencia de la vida, qué otro porvenir podría ella forjarse en lo sucesivo, ante la angustia de tantas esperanzas fracasadas, que llevan consigo las revoluciones, se los pregunto a ustedes, hombres libres que venden a los albañiles el claustro del cenobita, y que llevan su labor de zapa bajo la ermita del solitario, adonde ha ido a refugiarse junto al nido del águila. ¿Pueden devolver sus alegrías a los hermanos que rechazan, que puedan resarcirles de la pérdida de un único error que les aportaba consuelo, y se creen tan seguros de las verdades que tan caras hacen pagar a las naciones, para estimar su árida amargura al precio de la dulce e inofensiva ensoñación del desgraciado que se duerme feliz? Sin embargo, todo goza en su casa, hay que decirlo, de una libertad sin límites, aunque no se dé la conciencia y el talento. ¡Y ustedes no saben que su marcha triunfante a través de las ideas de una generación vencida ha conseguido interesar tan poco al género humano que sólo quedan a su alrededor algunos hombres que tienen necesidad de ocuparse de otra cosa que no sean sus teorías, de ejercitar su pensamiento en una progresión imaginaria, sin duda, pero que quizá no lo es más que su progresión material, y cuya previsión ni se halla menos alejada de la protección de las libertades que invocan que la de sus tentativas de perfeccionamiento social! ¡Se olvidan de que todo el mundo ha recibido, al igual que ustedes, en la Europa viva, la educación de Aquiles, y que no son los únicos que han quebrado los huesos y las venas de león para absorber su médula y beber su sangre! Es un hecho, y sin duda un bien, que el mundo positivo les pertenezca irrevocablemente; pero rompan, rompan la vergonzosa cadena del mundo intelectual, con el que se obstinan en agarrotar el pensamiento del poeta. Hace ya tiempo que tuvimos, cada uno en su momento, nuestra batalla de Filipos; y muchos no han esperado hasta entonces, se los juro, para convencerse de que la verdad no era más que un sofisma y que la virtud sólo era un nombre. Es a éstos a los que les es necesaria una región inaccesible a los movimientos tumultuosos de la muchedumbre para poder colocar en ellos su porvenir. Esta región es la fe para los que creen, el ideal para los que sueñan y que prefieren, para compensar, la ilusión a la duda. Y además, porque, a fin de cuentas, sería necesario que lo fantástico regresara, a pesar de los esfuerzos que se hagan para proscribirlo. Lo que más difícilmente se desarraiga de un pueblo, no son las ficciones que lo mantienen, sino las mentiras que lo divierten.

charles_nodier-demonios

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[1] Estudio aparecido en la Revue de París en diciembre de 1830. Hemos limitado el texto, por una cuestión de espacio, en especial a la literatura francesa y a las fuentes de Los demonios de la noche y de Trilby.

[2] El músico tebano Lino, cuya existencia parece ser sólo mitológica, es citado por Homero y Virgilio.

[3] Relato del romancero griego Luciano, tomado por Apuleyo como base para su Asno de Oro, obra que –como hemos visto- tuvo gran influencia en Nodier para la elaboración de Los demonios de la noche.

[4] Seguidamente, desgraciadamente demasiado largo para ser reproducido aquí, se ocupa del desarrollo de las novelas medievales, de Dante, Ariosto y Shakespeare, “que comprendía los prodigios del reino del sol, como si en sueños se hubiera paseado cogido del brazo de algún hada”. En cuanto al fantástico francés, Nodier deplora su pobreza, que retomaremos aquí con sus impresiones sobre Perrault, invocado como modelo inspirador.

[5] Se refiere a los estudios del erudito francés Claude Saumaise (1588-1653).

[6] La paciencia de Grisélidis, atribuida aquí a Perrault, era en realidad una adaptación del último cuento del Decameron, donde Boccacio pone en escena al personaje semilegendario de Griselda de Saluces.

[7] El Pájaro Azul es uno de los relatos más famosos de la señora de Aulnoy, ya mencionada por Nodier en sus prefacios. La Rama Dorada es el talismán que permite a Eneas obtener de Charon el paso del Éstige, el río del Infierno.

[8] Se denominaba así, “biblioteca azul”, a las colecciones de novelas populares adaptadas de las narraciones de caballería del medievo.

[9] A continuación evoca, a propósito de Alemania, el renacimiento de lo fantástico europeo en la época revolucionaria. Y después de un breve saludo a Tieck y Hoffmann, termina su ensayo con una alusión a los críticos “positivos”.

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charles_nodierJean Charles Emmanuel Nodier

(1780-1844)

“Charles Nodier fue un gran escritor francés. Sus relatos y leyendas abordaron casi todos los tópicos de la literatura gótica, pero siempre desde un lugar distanciado, como si su experiencia como bibliotecario lo hubiese alejado definitivamente del terror llano y visceral.”

AQUÍ para leer algunos de sus cuentos.