LA ELLEN DE ROBERT EGGERS
Vivi Page
Aún no es momento de dejar de hablar de Nosferatu, la más reciente y tan esperada película de Robert Eggers. Mencionar en este texto sus aciertos audiovisuales está de más, porque su calidad es incuestionable. El director es un artesano del terror, del horror y de lo incómodo. En esta ocasión tampoco defrauda, entrega un agasajo visual gótico hermosísimo. Mientras combina su sello particular, homenajea a sus antecesoras (por lo menos a Murnau, Herzog y Coppola), lo que nos lleva a preguntarnos: ¿era necesaria otra versión de la historia de este vampiro? Estoy de acuerdo en que se podrían revisitar otros monstruos clásicos del horror y, por supuesto, crear unos nuevos que nos ayuden a enfrentar el terrible panorama del mundo actual. Sin embargo, sí creo que esta nueva versión aporta, o por lo menos enfatiza, una cuestión nunca antes profundizada: me refiero al protagonismo de Ellen.
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Mucho se ha dicho del simbolismo sexual de la figura del vampiro, que va desde la representación de un deseo primitivo hasta una represión sexual disfrazada, casi siempre homosexual. Sin embargo, en este caso, tanto el vampiro Nosferatu como Drácula tienen como objetivo una mujer, Ellen o Mina, por quien luchan contra todo, desatando caos y enfermedad por donde caminan.
Entonces, ¿el deseo del vampiro llega a un extremo violento, es decir, tenemos aquí una apología de abuso? ¿Es Ellen una víctima? Se trataría de otro ejemplo de misoginia, donde la mujer es siempre quien sede ante la tentación demoníaca, mostrándose débil y vulnerable.
En la historia, Ellen quiere establecerse dentro de la norma, casándose con un buen hombre, un típico héroe sensible que busca comprar una casa para tener la “familia feliz” con gatos incluidos, sin saber que no tiene oportunidad contra la bestialidad e inevitablidad de Orlok.
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Para definir si ella es víctima debemos analizar a este vampiro en las distintas versiones cinematográficas. Una de las principales diferencias entre el conde Orlok y el conde Drácula es que el primero es un monstruo en todo el sentido de la palabra, en cambio el segundo tiene matices bastante humanos a la par de monstruosos. Mientras el Drácula de Francis Ford Coppola baila y declara la frase romántica por excelencia —“he cruzado océanos de tiempo para encontrarte”—, el Nosferatu de Friedrich Wilhelm Murnau es rígido por su condición de, valga la expresión, “no vivo” y feo porque asociamos a lo maligno con lo antiestético. Mientras el vampiro en la piel de Gary Oldman es encantador, romántico y hasta cierto punto atractivo, el que encarna Max Schreck tiene incisivos de rata, orejas grandes y puntiagudas y unos ojos llenos de maldad. Mismas diferencias podríamos encontrar con el vampiro de Drácula de Tod Browning y el de Nosferatu: Phantom der Nacht de Werner Herzog. Decir que Orlok es un villano psicópata es otorgarle humanidad, y no lo creo: él es simplemente el monstruo que actúa por instinto.
Este vampiro es inevitable porque es lo dormido dentro de Ellen, vive dentro de ella, solo existe entorno a ella. Su esposo es alguien externo, una fachada, una válvula de escape que la protege de lo que la ha perseguido desde chiquilla: su sexualidad primitiva y reprimida. Ellen es la protagonista, el ser activo; ella decidirá quién ganará, porque solo ella puede elegir entre esconderse o liberarse. El final, más que el sacrificio de una damisela amante de los suyos, es una entrega total a sus bajos instintos.
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Esa gran diferencia del personaje es lo que hace única a esta versión. Las otras Ellen o Mina son objetos del deseo, participan porque se quedan sin opciones, porque es la forma de salvar al esposo, a sus seres queridos y a la sociedad; no lo hacen por deseo. Del mismo modo, en esta versión el conde no existe si no es por ella; mientras que en las otras, se trata de un ¿romántico? empecinado, enamorado, el que tiene la última palabra. En las versiones anteriores se recalca lo inevitable de la maldad, no lo inevitable del instinto.
Como ejemplo está la Mina de Nosferatu: Phantom der Nacht de Werner Herzog. Su participación en pantalla es muy corta y solo aparece para sufrir por Jonathan o para temer de Nosferatu. Y su entrega final es rígida, opuesta a la demostración de placer y dolor simultáneos de la Ellen interpretada por Lily-Rose Depp. Esta Ellen expresa abiertamente su “melancolía”, es la que convulsiona en esa dualidad de sufrimiento orgásmico, ella es incontrolable a tal punto que la tienen que dormir para poder dominar; es consciente de su poder, ella sabe que es la responsable de que el monstruo esté ahí. Cuando se encuentra en una especie de posesión y reta a su esposo, comparándolo con el conde y exigiéndole satisfacción sexual, no es ella misma, está siendo dominada por algo en su interior. Ama a su esposo, pero no se sacrifica por él. Freud explicaría que se trata del Ello, esa parte primitiva dirigida por los impulsos y las pulsiones que tenemos por naturaleza para satisfacernos, sin importar las normas sociales. Por otro lado, está la figura de la sombra, de Carl Jung, que ya ha sido asociada previamente con el vampiro en general. En pocas palabras, se trata también del aspecto inconsciente, independiente de lo que somos por decisión; la sombra es todo aquello que incluye emociones, repito: lo inevitable, porque lo podemos ocultar, pero ahí está.
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La mayoría de las veces en que la mujer es el sujeto deseante, es representada como el monstruo: la vampira, demonio, bruja, los súcubos, relacionadas siempre con la femme fatale. Ellen no es mostrada como una mujer sedienta de sangre, seductora y devoradora, sino como una mujer luchando contra sí misma y contra su pasado que creyó olvidado. Por eso Nosferatu se le aparece en sueños, donde, según nos indica Freud, se esconden los deseos sexuales inconscientes. Y para pruebas los primeros minutos de la película, oníricos y terroríficos. El sueño —o pesadilla— es de ella, y el final es una decisión totalmente consciente; cuando el conde por fin la ve, le dice: tú me llamaste.
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Es una película completamente disfrutable, es innegablemente preciosa, cada cuadro es una fotografía artística y está indiscutiblemente bien hecha, analizándola desde la perspectiva que sea o disfrutándola como a muchos les gusta disfrutar el terror: dejándose llevar por la atmósfera. A mí me gusta pensar que este es uno de los directores a los que les gusta mirar el otro lado de la moneda, ese que había sido olvidado y hasta negado en tiempos pasados.
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Vivi Page
Nací en la ciudad de Puebla, el 2 de diciembre de 1997.
A muy temprana edad me enamoré de las palabras y desde entonces hasta ahora he intentado conquistarlas.
Estudié un año lingüística y literatura. Sin embargo, por azares del destino, dejé la carrera, pero no las letras.
Mis relatos van desde lo erótico hasta lo escabroso, publicados en algunas revistas digitales.
Y este es solo el comienzo.
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