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LOS MONSTRUOS QUE HABITAN EN LO SUTIL

todo lo que quieres saber sobre cuentos de Hadas

I

Aglaia Berlutti

 

El video músical “Sonne”, del grupo de rock industrial alemán Rammstein, es un pequeño y tenebroso cuento de hadas. Comienza por unas tomas cenitales, en medio de la oscuridad, de un grupo de mineros que trabajan sin descanso en lo que parece ser una mina muy profunda y de difícil acceso. Poco después, el espectador sabrá que no se trata de trabajadores cualquiera, sino de los tradicionales 7 enanos, convertidos para la ocasión en esclavos de una majestuosa y pérfida Blancanieves. De pronto, el bajo eléctrico nos dirige hacia la visión inquietante de la espléndida Princesa, azotando a mano desnuda el trasero de sus desobedientes enanos, encargados no sólo de cuidarle  — peinarle, alimentarle —  sino de brindarle lo que parece ser el motivo de la extraña relación que sostienen: oro. Pero no se trata sólo del valor del noble metal  — o eso, al menos, no lo cuenta el videoclip —  sino que la Princesa malvada lo utiliza como la más refinada de las drogas. Unas cuantas líneas de oro que la espléndida y malvada “Ama” aspira con entusiasmo y que finalmente la hace sonreír. Paso a disolvencia y ahora Blancanieves, inmensa y deslumbrante, abre los brazos para recibir con amor a su pequeña tribu de sufrientes admiradores, que la contemplan con los ojos muy abiertos y fascinados por su belleza. Una pequeña fábula de la dependencia y el horror.

En su momento  — hará unos quince años —  el video causó furor y escándalo. Nadie parecía saber muy bien cómo encajar a esta Blancanieves drogadicta y su relación masoquista con un grupo de hombres absolutamente subyugados por ella. Se debatió sobre la distorsión y destrucción de un cuento legendario, del atrevimiento del grupo de atacar una fantasía infantil. El cantante del grupo, Till Lindemann, se burló de todas esas interpretaciones. “Es una historia de amor, una tradicional y muy común”  —declaró —, “todos nos entregamos a nuestras contradicciones y sobrevivimos por lo que recibimos de quienes queremos, sea lo que sea eso. No hay nada cruel. Es un asunto de supervivencia”. La polémica se detuvo en seco y hay quien llegó a decir que Lindemann tocó alguna fibra sensible que dejó en evidencia la hipocresía general de una sociedad obsesionada con el decoro pero fascinada con cierta perversión. Cual sea el caso, el video quedó para la historia como quizás una trágica y exquisita metáfora de esa necesidad insistente que todos tenemos de ser comprendidos, queridos y aceptados.

Una vez leí que somos lo que amamos y odiamos. Extrapolando un poco la idea, podemos comprendernos mejor a través de nuestras relaciones con los demás y, sobre todo, cómo reaccionamos a ellas. No se trata de una idea sencilla, a pesar de lo que parece. ¿En cuántas ocasiones somos conscientes hasta qué punto influye en nuestro comportamiento la innata naturaleza social? ¿Qué tanto de quienes somos es parte de ese peculiar reflejo de amar, ser aceptado, querido y comprendido por alguien más? Resulta difícil no reflexionar sobre la idea, sobre todo en un mundo obsesionado con las relaciones interpersonales como el nuestro. Unido por infinitas líneas que intentan sujetar  — a la fuerza, en ocasiones —  esa impaciente necesidad de sentir, somos parte una idea de sociedad mucho más amplia que la nuestra. No obstante, hay una línea que insiste en dividir esa idea sobre quiénes somos de lo que esperamos de quienes nos rodean. Una percepción sobre nuestra identidad más o menos clara en medio de este caos existencial de una cultura que se sostiene sobre su inocencia. Es por ello, que al momento de asumirnos como parte de ella, la gran pregunta que solemos formularnos es, quizá, la más simple: ¿Qué necesitamos para sobrevivir a este pequeño juego de espejos que llamamos relaciones interpersonales?

Edgar Allan Poe lo sabía muy bien, o eso he pensado buena parte de mi vida. De hecho, Poe parece haber creado la versión del horror sobre los cuentos de hadas, pero con su propia carga semiológica y simbólica. Leí Narraciones extraordinarias a los diez años y con la misma avidez con que se leen los cuentos de hadas y otras historias asombrosas. Sólo que estos fragmentos de pesadillas y fantasias morbosas provocaban miedo en lugar de alegría o maravilla. Verdadero terror, de ese que sólo se experimenta en la oscuridad, en los momentos más lóbregos e inciertos. Eso me encantó. Me cautivó. Me conmovió. Y nunca lo olvidé. Como otros tantos lectores, antes y después, descubrí con Poe una interpretación del mundo que hasta entonces me había resultado desconocido. Y como Rammstein, otros tantos muchos años después, se trató de re-elaborar esa versión del bien y el mal inevitable (convertido en una perdurable convicción del tiempo como una forma de mirar nuestra historia) en algo más elaborado, sustancioso y, quizá, peligroso.

Leí que Poe fue el primer escritor moderno en tratar de vivir sólo para y por la escritura. Que lo intentó cuando aún el oficio de escritor era un terreno borroso en medio de la pasión privada y algo más nebuloso, que no terminaba de definirse. Tal vez por ese motivo su figura más que trágica  — se le considera el prototipo del escritor maldito y atormentado —  sea más bien poderosa en su simbología. Porque Poe, abrumado por la incertidumbre, sofocado por la necesidad de escribir  — a todas horas, de brindar su vida a esa compulsión ciega de la literatura —  se creó a sí mismo, con el mismo pulso firme y profundo con que delineó a cualquiera de sus personajes. Poe, convencido de no sólo de la urgencia de la escritura  — de partir de la hoja hacia algo mucho más profundo y enaltecedor —,  se esforzó no sólo en convertirse en escritor  — cualquiera sea el significado de esa imagen popular —  sino en brindar a la escritura ese poder de asumirse como oficio. Como inequívoca forma de subsistencia. La palabra como vocación.

Parece sencillo, pero no lo es. Para Poe, desde luego, resultó una temeridad: pasó la mayor parte de su vida negociando, viviendo de la caridad ajena, sofocado por un mar de deudas con las que lidiaba sin demasiado decoro en una época donde la reputación bursátil era algo más que un reglón en la hoja de vida común. Hay anécdotas de Poe intentando vender su obra, siendo a la vez apasionado artista y pragmático negociante. Y es que el escritor, epítome de la tragedia gótica, era también un hombre que construía meticulosamente su lugar en el mundo. Un hombre que luchó a brazo partido para hacerse un lugar en medio de esa idea tan abstracta que su época tenía del escritor. Crítico, valiente, ambiguo, en ocasiones violento, Poe encarnó entonces esa transición entre el escritor como objeto de culto  — encumbrando por un cierto elitismo intelectual —  al escritor que nace del objetivo, la forma y la inspiración. El creador literario por excelencia.

Porque por extraño que pueda parecer, Poe no procedía del mundo artístico ni mucho menos, disfrutaba de la vida decadente y exquisita que se le suele atribuir al escritor clásico. Su vida fue lo suficientemente trágica como para cimentar un telón de fondo a las historias que escribiría en las décadas venideras. Hijo de una pareja de cómicos itinerantes y luego huérfano con apenas un año, Poe fue adoptado por la adinerada familia Allan en su plantación de Virginia, lo que le convirtió en un pequeño terrateniente sin serlo y mucho menos, sin disfrutar del jugoso patrimonio familiar. A pesar de eso, pasó los primeros años de su infancia y adolescencia entre distintos colegios e Internados ingleses antes de volver a su natal EEUU, donde finalmente comenzaría su largo recorrido como escritor. El mismo Poe diría en una de sus cartas que la incertidumbre, la sensación de ser un extraño en el mismo seno de su familia le acompañaría durante buena parte de su vida. “Como un fantasma en mi propia vida”, llegaría a decir para describir ese extraño ser y no ser, ese vacío existencial tan angustioso como lóbrego, que luego sería el elemento distintivo de la mayoría de sus novelas.

Y es que Poe, en su tragedia mínima, encontró la inspiración para esa visión del horror marcado por el dolor y la nostalgia. Porque Poe, sufriente pero también aferrado a la realidad con la desesperación del sobreviviente, supo crear una nueva aproximación al miedo. Una noción tan viva como humana sobre lo que nos lastima, nos aterroriza, nos acosa. Las pesadillas literarias de Poe no sólo asustaban, sino también analizaban la mente humana. Las desmenuzaban con una firmeza que llegó a desconcertar a sus contemporáneos, acostumbrados al miedo  — a la fragilidad y a la debilidad del terror —  como una idea pasajera, sin sentido, que moría bajo las luces del positivismo. Pero Poe atrajo el miedo al foco de luz de la vela, del farol de las esquinas de una ciudad cualquiera, a las calles pobladas y habitadas del hombre moderno. Y es que cada una de sus obras  — los poemas, los cuentos, los afanosos fragmentos de realidad convertidos en arte —  se basaban no sólo en el miedo construído a partir de metáforas y símbolos, sino en la percepción durísima e implacable de Poe sobre la realidad. Para Poe el miedo estaba profundamente enraizado en el alma humana, confundido y mezclado con todas las escenas y circunstancias que creaban algo más sustancioso que el miedo simple que podía provocar lo sobrenatural. El miedo de Poe era algo real.

Tributo a Poe en El Scary Witches.

 

Claro que si combinamos esa visión de “lo real” — o lo que consideramos real —  con algo más elaborado terminamos preguntándonos por qué la simbología de la vieja tradición oral suele ocasionar semejante incomodidad en una cultura arraigada justo en esos símbolos. Me refiero a algo simple. Poe encontró que la raíz del miedo es esa conexión con el yo primitivo y la incomodidad que supone lo que guarda la oscuridad de nuestra mente, lo cual es muy válido. Sin embargo, la pregunta inevitable continúa siendo una sola: ¿Por qué produce tanto malestar esas emociones en estado puro? ¿Esa sensación unánime y violenta que no sabemos muy bien cómo nombrar y construir? Supongo que no hay respuesta para eso. O, de haberla, está relacionada directamente con algo más potente y duro de digerir que la mera noción de la existencia como una serie de líneas obsoletas que se entrecruzan entre sí.

Continuará…

***

Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

TheAglaiaWorld 

 

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