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MUJERES QUE MATAN

Amaranta Monterrubio

 

En las festividades decembrinas y en los cumpleaños, la abuela regala ropa. La mayoría le aceptamos el obsequio con entusiasmo, pero no falta quien le pregunte de dónde viene esa prenda. Ella responde que de la paca, pero que está “casi nuevecita”. Durante años esa expresión se ha vuelto común en la familia, nunca decimos “ropa de paca” o “ropa usada”, etc. Siempre decimos “casi nuevecita”. Sus hijas nunca fueron partidarias de ir a las pacas de ropa debido a las leyendas que se contaban. Es ropa de muerto, decían, está llena de microbios por los químicos que le echan para almacenarla.

A sus nietas nunca nos importaron esas leyendas y fuimos por muchos años a la paca acompañando a la abuela. Cada vez que íbamos me sorprendía su capacidad para escoger ropa: fíjate que lleve etiqueta, no levantes de ese bulto que ya está muy escogido, mide la talla con el brazo, revisa las orillas para buscar manchas, si está deshilada en la costura no va a aguantar una lavada y demás advertencias que daba para elegir. Un día me decidí a preguntarle por la fuente de sus consejos y me contó que alguna vez tuvo un negocio de ropa de paca. Ella y mi abuelo viajaban a Nuevo Laredo por tierra, cruzaban la frontera con Estados Unidos y llegaban temprano para el momento en que abrieran la paca. La abuela se lanzaba a escoger prenda por prenda en medio de cientos de personas y miles de bultos de ropa usada. Pagaba en dólares y junto con el abuelo se subía al autobús. Eran mediados de los ochenta y todavía no existían tantos retenes en la carretera.

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Cuando regresaba al pueblo, ya tenía fila en la puerta del negocio de gente ansiosa por escoger. Al contarlo le brillan los ojos y sube la voz. La abuela ha sido una apasionada de las ventas desde que tenía nueve años y vendía casa por casa las vísceras de las vacas. Tuvo negocios de maquinitas, de moños, de copias, de zapatos, de bisutería; también tuvo una dulcería, una papelería, una tienda de abarrotes, un restaurante de enchiladas y un expendio de materias primas. Su talento es incuestionable. Con excepción de un par de sus hijos, nadie en la familia se dedicó a las ventas. Muchas veces me dije “no tenemos el don”, pero una vez que yo probé dedicarme a vender con sus consejos, me di cuenta que no era cuestión de talento, sino de deseo.

En su cuento “Morir dos veces”Mujeres que matan, NITRO/PRESS (2013)—, Sylvia Arvizu narra la historia de una joven burrera. Trabaja para su tío transportando por tierra y por aire pedidos de droga. La experiencia le hace inventar todo tipo de tretas para lograr su objetivo y se convierte en una de las mejores burreras de la región. Es una mujer franca que desde el principio enuncia: “Sí, el dinero siempre ha sido muy importante para mí. Que yo recuerde, todo lo que me ha faltado en la vida o lo que he perdido, tuvo que ver con el dinero”.

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Socialmente es difícil hablar de dinero. Se hace pasar como un tema de mal gusto o poco apropiado para discutir. A quien más o menos se le permite enunciarlo es a los hombres asalariados, tal vez, ¿pero qué hay detrás de una mujer a la que le gusta el dinero? Entre nuestros estereotipos uno de los más comunes es el de la “mujer interesada”, ¿pero qué pasa si le gusta ganar el dinero ella misma? Por muchas generaciones a las mujeres a las que les gusta ganar dinero se les ha llamado “putas”. Las mujeres siempre han trabajado, pero cuando el trabajo ha salido de casa, ese ha sido el calificativo. ¿Por qué? ¿Sólo porque es el que está más a la mano? ¿Acaso porque es el más común para referirse a nosotras? Quisiera aventurar una hipótesis.

En los viajes a Nuevo Laredo, las personas con las que la abuela compartió el autobús le recomendaron que fuera mejor a McAllen, Texas. Ahí las pacas eran de ropa nueva. Ella y el abuelo comenzaron a traer no sólo ropa, sino accesorios también. Cada vez los acompañaban más miembros de la familia porque el número de maletas subía y las ventas también. Su negocio se volvió exitosísimo. Una de mis tías tuvo los XV años más espectaculares del pueblo en aquella época.

A finales de los años ochenta, aumentaron los retenes en la carretera. En Querétaro y en San Luis Potosí los militares confiscaban droga y fayuca. Por lo regular sólo revisaban que no llevaran ninguna de las dos y dejaban pasar a los camiones. Pero esa racha se acabó.

“Es importante también oler el peligro; muchas veces aunque pagues una lana en un retén, siempre es mejor bajarse en la siguiente terminal y cambiar de camión”, aconseja la protagonista de Sylvia Arvizu. La abuela sabía mantenerse tranquila para dejar que revisaran sus maletas, nunca les mostró miedo a los militares. Pero cierto día en San Luis Potosí, las cosas cambiaron.

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Sylvia Arvizu

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“Desde el principio supe que algo andaba mal, llámalo sexto sentido o intuición, pero algo me decía que nomás no”, continúa la narradora. Cuenta la abuela que bajaron a todos los pasajeros de decenas de autobuses. Les confiscaron sus maletas y les ordenaron que fueran a recogerlas a la aduana. La abuela se regresó a su pueblo mientras el abuelo esperaba en la frontera. Por tres días no hicieron caso a sus peticiones y al cuarto día lo llevaron a las bodegas y le dijeron: “Bueno, reconozca sus bultos”. Entre cerros y cerros de ropa, zapatos, accesorios, maletas y demás, el abuelo no pudo reconocer su mercancía. En algún momento señaló una maleta anunciando que era suya. “¿A ver, qué trae la maleta? Dígame cosa por cosa”. El abuelo se rindió. La abuela le dijo que se regresara al pueblo. Perdieron su inversión completa y dieron por terminado el negocio de la ropa de paca. En ese momento se vinieron abajo una buena cantidad de negocios de ese tipo, bastó una semana de retenes implacables.

También a la protagonista del cuento se le acaba la buena racha y termina narrando su historia desde la cárcel. “El día que me sentenciaron a catorce años de prisión murió quien antes era, murió la alegría y el entusiasmo en mí. Me morí yo”. En algún momento me asaltaron las ganas de preguntarle a la abuela si no le daban miedo esos viajes, pero de inmediato supe que mi pregunta era ociosa. Aunque hubiera miedo de por medio, el deseo era mayor; es más, me atrevería a pensar que el miedo es un componente esencial en el deseo.

“Nunca le perdí el miedo a los chingazos, y nunca le perdí el amor al dinero”, nos cuenta la narradora de Sylvia Arvizu. El dinero da cierta libertad, lo sabemos, da tranquilidad, claro que sí, pero ganarlo da satisfacción y no se diga hacerse de él vendiendo. Las ventas son una forma de seducción, es hacer al otro parte de nuestro deseo, persuadirlo y engancharlo a aquello que ofrecemos. Si bien detrás de una mujer que vende puede existir necesidad, la pulsión de salir a lo público, emprender un viaje peligroso y arriesgarse es un signo evidente de su deseo. Y el deseo es erótico, de vinculación con los otros, de persuasión, de formar parte de la danza. Por eso, para los disonantes cognitivos, toda mujer que desea es una puta. Lo es porque busca acercarse a los demás, apostar por sí misma y ponerse en juego. En medio de ese éxtasis incluso la noción de lo legal podría desaparecer. ¿Será que ese mismo deseo el que nos conduce a matar o a morir por los nuestros?

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Cuando experimenté las ventas en carne propia, trabajé en una cafetería un par de años. Era capaz de vender lo que yo quisiera, desde la bebida más común hasta la más exótica, de inventar cosas específicas para cada cliente y recordar cientos de nombres, de rostros y sus preferencias en sabores, en olores, en texturas. Podía leer estados de ánimo a distancia; saber qué palabra decir y cuál callar; detectar quién necesitaba reír y quién quería ser escuchado. Era un olfato, una intuición, como enuncia la narradora. Nunca he sentido tanta seguridad en mí misma como cuando me comprobaba capaz de vender. Sé que mi abuela conoce perfectamente esos misterios y que ahora que no los practica, su mente muere.

Sí, la abuela ha perdido últimamente el hilo del tiempo, de las conversaciones, de los recuerdos. En ocasiones se le olvidan nuestros nombres. Un par de veces se le ha olvidado el mío, pero eso sí, no se le olvida cómo visto. Sigue seleccionándome vestidos en la paca con una maestría envidiable. No sé si la ropa casi nuevecita sea de muerto o no, no me importa, sólo sé que es una de las formas con las que la abuela me vinculó a la vida.

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Amaranta Monterrubio

Ha sido sonidista, diseñadora sonora y editora de video sólo para descubrir que su vocación era preparar café para sus invitados y escribir.

Publicó el libro de cuentos Llegará el silencio (Cuadrivio Ediciones, 2020).

Dirige la productora audiovisual Gatanegra.

@nemitlazohtla

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