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HISTORIAS DE FANTASMAS

Los muertos que regresan tienen una historia que contar

I

 

Aglaia Berlutti

 

Se trata de historias tan viejas como la humanidad: el viento que golpea contra los postigos cerrados, tan fuerte y en tantas ocasiones que se convierte en el eco de pasos. Sonidos inexplicables en mitad de la noche, que se transforman en palabras y frases a medio comprender. Figuras borrosas entre las sombras, lamentos y gemidos en lugares abandonados. Las historias de fantasmas tienen un punto en común: el miedo que provoca la incertidumbre. En todas las épocas, la muerte, o lo que acontece después de ella, es el enigma supremo, inalcanzable, el más tenebroso de todos. Según los celtas, se trata del único paso real que el ser humano da en un mundo incierto. La frase tiene dos mil años de antigüedad, pero parece describir mejor que cualquier otra la percepción que aún se tiene sobre, quizás, el único concepto que el hombre no ha podido matizar o definir a medias. Tal vez por ese motivo es un tema recurrente en toda mitología, cultura, sociedad y pensamiento humanista. Lo es por implacable, irrevocable; por el hecho que resulta imposible de imposible ignorar a pesar de cualquier intento. Un concepto íntegro, tal vez uno de los pocos por completo absolutos con que podemos comprender la realidad.

En la película El espinazo del diablo (2001),del director Guillermo del Toro, uno de los personajes describe a los fantasmas como «Un instante de dolor quizás. Algo muerto que parece por momentos vivo aún. Un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar». Por supuesto, es una mirada poética sobre el tema, pero resume lo esencial: el fantasma es el símbolo de la pérdida, de la noción de la muerte como parte de la vida y del intento del hombre por enfrentarse a una idea con la cual no puede luchar. Buena parte de las historias de fantasmas más antiguas tenían por objetivo aleccionar, educar, pero en esencia: recordar que la realidad y lo sobrenatural eran líneas entrecruzadas que formaban parte de algo más poderoso, extraño e inexplicable. Buena parte de las sociedades antiguas estaban convencidas que la muerte era una puerta, capaz de conectar el mundo de los vivos con lo que sea que ocurriera después de ella. Los egipcios creían que la muerte conducía a un mundo de gozo absoluto muy parecido al que vivían, sólo que sin sus estrecheces. Los griegos, que el miedo y la esperanza crean un lugar misterioso en el que nadie sabía que esperar. Los romanos, de naturaleza más pragmática, estaban convencidos que el final de la vida conducía un estrato en sombras, inquietante e interminable. Un laberinto en el que el difunto vagaba sin fin y sin propósito, aferrado a la melancolía por lo que abandonó.

De una forma u otra, las historias de fantasmas resumieron las inquietudes, creencias y temores de dimensiones superpuestas sobre la incertidumbre: tan primitivas como las primeras obras de arte, las tradición oral de contar anécdotas sobre encuentros con lo inexplicable forma parte del folclore de muchas de las las sociedades del mundo antiguo. Un rico y complejo universo en el que la concepción antropológica sobre la vida, costumbres y anhelos colectivos se mezclaban para crear la esperanza motora que sostenía cualquier discurso pseudo místico. Las historias de fantasmas tenían la virtud de subvertir el orden religioso y actuar como una línea informal, en que lo mágico y la creencia establecida tenían poca relación con el poder de la historia para aleccionar e incluso asustar. Los difuntos volvían a la tierra para aconsejar por encima del Chamán, el sabio o el maestro. Para aterrorizar a pesar del consuelo de los ritos mortuorios. Para recordar que la muerte era un estadio intermedio e inexplicable que aún no podía comprenderse del todo. Y fueron las historias de fantasmas el primer archivo originario de todo tipo de rituales privados y domésticos, que tenían a la muerte y al luto por escenario. Cada narración contenía un poderoso ingrediente de evocación que remite a un núcleo más profundo que el terror: el cuestionamiento directo sobre la naturaleza de lo imposible y lo inexplicable.

Para el mundo Antiguo precristiano no había la menor duda que la identidad del difunto sobrevivía a la desaparición física, un hecho que se tomaba por cierto incluso en sociedades sin organización cultural o religiosa. A pesar de las opiniones individuales sobre el tema, había la certeza absoluta que la muerte no era el final de la vida, y fue esa convicción la que hizo que los cultos y rituales relacionados con el duelo tuvieran un rápido crecimiento en todo tipo de culturas dispares. Para buena parte de la Europa pagana, los muertos continuaban existiendo luego que el cuerpo era devuelto a la tierra, sólo que su existencia era por completo distinta  — con nuevas reglas, limitaciones, pero, sobre todo, poderes —  y debía ser sostenida, para asegurar su permanencia. Las historias de fantasmas daban cuenta de ese otro mundo invisible, pero también de lo que ocurría cuando las reglas — infinitas en sus variaciones y casi siempre cambiantes —  se rompían. Las narraciones terribles sobre castigos implacables, condenas y espantosas visiones venían a formar parte de algo mucho más elaborado, profundo y sistemático que la sola idea del miedo. Simbolizaban el terror creado a partir de la noción de la pérdida de la esperanza. El difunto se mostraba ante los vivos para recordar que aún necesitaba de la palabra, el recuerdo y el sustento de quienes había amado en vida. Que todavía era necesario esa responsabilidad conjunta entre el bien y el mal como una forma de dolor y de amor.

La vida más allá de la muerte se discutía en las religiones paganas desde una versión remota y preocupante: tenía una directa relación con lo que había ocurrido con el cuerpo del difunto al momento de morir y en qué forma se habían dispuesto de sus restos mortales. La idea era un elemento común en lugares tan dispares como Europa y Asia, y permite concluir que había una serie de vínculos muy semejantes en la idea de la muerte que se extendía de un lado a otro del mundo Antiguo. Para muchos pueblos inmediatamente posteriores a la Edad de Bronce, los difuntos eran presencias constantes que acompañaban a la tribu o a la Aldea y a los que, incluso, se les adjudicaba un claro objetivo: el de servir de memoria colectiva. Los cuentos de fantasmas se convirtieron en algo parecido a una idea general sobre la muerte como paso o tránsito, pero también en narraciones aleccionadoras sobre el bien y el mal, a partir de las faltas de los vivos para con los muertos. Los muertos regresaban para exigir funerales adecuados, entierros en lugares sagrados o celebraciones que permitieran su descanso y tránsito hacia la siguiente dimensión de la vida.

La aparición de los muertos no era una experiencia agradable o que suscitara admiración y aun así (por contradictorio que parezca) era una reafirmación a la vida que los deudos se encargaban de contar a quien quisiera escucharle. Las historias de fantasmas tienen su origen en la moraleja moral añadida a la aparición de un espíritu inquieto: algo está ocurriendo en el mundo de los muertos que requiere la atención de los vivos. Es esa presunción lo que creó las primeras visiones sobre lo religioso emparentado con lo humano, tan directamente relacionado con lo religioso y lo místico. Un fantasma era la señal evidente que una regla espiritual, tanto en el mundo de los vivos como en el de los muertos, se había roto y que era necesario enmendar semejante error, para restablecer el orden. Una historia de fantasmas tenía un propósito aleccionador; también, ofrecer consejos o sugerencias sobre lo que se debía hacer para luchar contra esa grieta en el mundo corriente que provocaba un desorden sobrenatural. Se trataba de una idea tan común, que se han encontrado historias con estructuras semejantes (muerte, aparición del difunto y, después, ritos para apaciguar el espíritu inquieto) y en lugares tan distantes como Mesopotamia, Roma, China e India, así como en las regiones de Mesoamérica, Irlanda y Escocia.

UNA MIRADA A LA VIDA DE ULTRATUMBA

La creencia de que un fantasma era el heraldo de un disturbio místico se encontraba bastante extendida en la cultura mesopotámica, en donde las historias de fantasmas se convirtieron en verdaderas lecciones de una especie de proto religión basada en la muerte. Para la antiquísima cultura, la muerte era un lugar nebuloso que no exigía demasiadas explicaciones. Se tenía la imprecisa certeza que no existía retorno, pero que era lo suficientemente real como para albergar a los difuntos y concederles un tipo de conocimiento poderoso, que de vez en cuando (y bajo determinadas circunstancias) podían compartir con los vivos. El Irkalla era el reino de los muertos, y se encontraba, sin demasiadas explicaciones, “bajo la tierra”; aunque no se le consideraba un lugar de condena o de castigo. En realidad, se asumía que los muertos moraban entre las sombras y sumidos en la tristeza de haber perdido la vida. Según los mesopotámicos, la muerte era un lugar apacible, destinado al olvido, gobernado por la oscura reina Ereshkigal. A ningún espíritu se le permitía abandonar la oscuridad, a menos que fuera necesario y que debiera enmendar algún hecho temible o ayudar a los vivos, lo que provocó que las historias de fantasmas mesopotámicas fueran una mezcla de fábula y enseñanza espiritual. Ninguna de ellas aterrorizaba en realidad y tenía por objetivo enseñar las maneras en que la vida y la muerte continuaban interactuando a pesar que los vivos pocas veces tenían conciencia de ello.

De una manera muy semejante, los egipcios consideraban a los fantasmas heraldos de algún mensaje de suprema importancia más allá del velo que separaba a los vivos de los muertos. La cultura consideraba a la muerte un hecho fundamentalmente moral y, de hecho, llegar a la vida eterna implicaba un tránsito a través del “Salón de la verdad”, en el que Osiris juzgaba el alma del difunto. Si el corazón del recién fallecido era más liviano que una pluma, el espíritu continuaba su viaje hacia el otro mundo egipcio, un paisaje sencillo y emocional denominado “El Campo de Cañas”, en el que el muerto encontraba su casa, árbol y perro favorito para disfrutar de una existencia apacible por toda la eternidad. Al contrario, si el corazón era mucho más pesado de lo que se suponía debía ser, era arrojado al suelo y devorado por un monstruo, con lo que el espíritu dejaba de existir para siempre. Tanto en una u otra alternativa, la idea del retorno de un difunto a la tierra, era menos que improbable, por lo que las apariciones era un tema inquietante que hablaba sobre situaciones de envergadura de orden espiritual que debían ser resueltas de inmediato. Los sacerdotes egipcios tenían el deber de llevar un registro de las apariciones de las que tenían conocimientos e informar al Templo, en donde se incluía entre los papiros que narraban “hechos temibles e inexplicables”, quizás el primer antecedente real de las primeras historias de fantasmas que se hayan recopilado con un objetivo preciso y, además, bajo cierto auspicio de colección.

Por otra parte, en la antigua Grecia las historias de fantasmas se encontraban al margen de las creencias más generales sobre el más allá, y eran verdaderas rarezas, no sólo por la incredulidad general sobre el tema sino por el hecho que, de ser asumidas como reales, eran consideradas augurios de algo más complejo y extraño, difícil de entender. Para los griegos, las historias de fantasmas eran una excepción y, como tal, se reflexionaba sobre ella. La aparición del espíritu del difunto tenía por objetivo aleccionar, pero también demostrar que el conocimiento humano era limitado, por lo que las historias de miedo eran, en parte, moralejas filosóficas. Aun así, los griegos tenían una enorme predilección por narrar historias sobre encuentros inexplicables y la costumbre se convirtió en parte de cierto rito doméstico que se extendió como una costumbre que tenía pocas variaciones y resumía la intención casi cultural de narrar una y otra vez las mismas escenas terroríficas, siempre con personajes distintos pero con idéntica moraleja. Las historias de fantasmas de la región tenían un elemento ritualista que las hacía idénticas: debían ser contadas alrededor del fuego, en compañía de familiares o amigos del difunto y ser lo suficientemente aterradoras como para infundir horror en los corazones de los descreídos. Con el correr de los siglos, poco importó que las historias fueran muy parecidas entre sí y que la mayoría respondía a ideas comunes entre diversas tribus, poblaciones y aldeas. Lo realmente importante era la historia, la forma en que era contada y, sobre todo, la manera en que lograba transmitir el mensaje sobre la vida y la muerte, el terror y la esperanza que recogía y conservaba. Tal vez el antecedente más claro de la imagen atemporal de un grupo de atentos escuchas, que sentados alrededor del fuego para escuchar entre maravillados y aterrorizados, disfrutan una narración inquietante. Las primeras historias de fantasmas como parte de la cultura popular.

Continuará…

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Todas las fotos son de Angela Deane.

«Trabajo con fotografías que voy encontrando. Estos objetos poseen una historia desconocida para mí que representan la memoria de alguien más, removida de su tiempo y de su espacio. En estas fotografías cubro con pintura el rostro de las personas, sustrayendo sus identidades y transformándolas en fantasmas anónimos, para que el espectador se proyecte en ellas. A través de este encantamiento los fantasmas se convierten en nosotros y nosotros, en fantasmas».

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

TheAglaiaWorld 

 

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