Seleccionar página

EL DEVORADOR DE PECADOS

y otras figuras inquietantes de la historia

 

Aglaia Berlutti

 

 

Un cadáver yace cubierto por una sábana en una pequeña habitación a oscuras. A su lado, parpadea una vela. La familia observa mientras un desconocido de túnica y capucha negra reza en voz baja a su lado y después toma un trozo de pan y lo come en silencio. El ambiente se hace denso, irrespirable, por el aroma del incienso y las especias que se queman al fondo de un tarro. Después, el hombre de la capucha se inclina junto a la cama y toma la mano extendida del difunto; la toma entre las suyas, la aprieta con fuerza y se la lleva al pecho. El tiempo transcurre con lentitud, una extraña sensación de desazón. Por último, el hombre deja caer la mano del muerto y mira la familia. “Está hecho”, dice en tono solemne. Un suspiro de alivio flota en el silencio.

Esta escena debió repetirse con frecuente durante los primeros años de 1600 y un poco más, cuando los llamados “devoradores de pecados” recorrían las zonas rurales británicas para llevar a cabo una de los oficios más extraños que registra la cristiandad. Se trataba de un hombre al que la Iglesia brindaba la potestad de “comer” —aunque el término más apropiado sería absorber — los pecados de los moribundos, con la intención de facilitar su llegada al Paraíso prometido. Por supuesto, se trataba de una combinación improbable de folclore y superstición que la Iglesia aprovechó para estimular las confesiones y conversiones. Con todo, se trató de uno de los fenómenos más curiosos de la larga lista de extrañas “labores” atribuidas a miembros del Clero y otros funcionarios con poder eclesiástico en la historia de la Iglesia.

Más allá de las supuestas atribuciones religiosas o las potestades de las pudieran atribuirse al “Devorador de Pecados”, en realidad se trataba de una figura controversial de origen. Como oficio se basaba en el sacrificio supremo de Jesucristo, que, según la Biblia, se sacrificó de manera voluntaria para limpiar todos los pecados de la humanidad. En el caso del “comedor de pecados” la abstracción del perdón eclesiástico y, sobre todo, dogmático se mezclaban para crear una serie de potestades que convertían a quien ejercía la labor en un personaje a mitad de camino entre lo peligroso y levemente sacrílego. Un “devorador de pecados” disfrutaba de una curiosa posición de importancia en los lugares en los que ejercía su singular oficio, debido a que se suponía corría el riesgo de morir antes de ser absuelto de las transgresiones de fe que podría haber cometido y las que absorbía a voluntad.

En más de una ocasión se debatió en bulas y otros documentos eclesiásticos el alcance de su importancia y poder, sobre todo por el hecho de provocar todo tipo de debates sobre el origen del pecado como desobediencia a la voluntad de Dios y cuánta potestad tenía la Iglesia de volcar la culpa de forma arbitraria. El debate llegó a altas esferas del Vaticano e incluso hubo largos debates sobre la manera en que se concebía el pecado, el remordimiento y la culpa, que no llegaron a ninguna conclusión clara.

«The Sin Eater», por Marty McWilliams (2017).

También se trató de un conflicto de mediana importancia que enfrentó a la recién nacida Iglesia Anglicana con la católica: tanto una como otra se arrogaban y atribuían la posibilidad del perdón, el remordimiento y el concepto mismo de pecado, por lo que la idea que campesinos e incluso aristócratas de bajo rango del campo se disputaran semejante privilegio desató nuevas fricciones entre las cabezas coronadas de ambas creencias. Por último, la figura fue considerada apostata, lo que convirtió a los Devoradores de pecados en fugitivos de la ley canónica: la Iglesia se atribuyó el monopolio de la absolución de los pecados y dictaminó que sólo los miembros del Clero (o aquellos autorizados de manera expresa por sacerdotes o un miembro destacado del colegio Cardenalicio) podrían realizar rituales de absolución, lo que convertía al Devorador de Pecados en un perseguido que debía vivir con la constante amenaza de ser detenido y quemado por contradecir las órdenes y elementos primordiales de la Iglesia.

Más antiguo que el pecado

Por supuesto, la figura del “devorador de pecados” estaba mucho más relacionada con costumbres locales sobre el luto y el duelo que con la doctrina católica. Ya en 1680 la práctica era parte formal de velatorios y funerales, en que la figura tenía un lugar preponderante. Lo curioso del caso era que muchos de los rituales que se llevaban a cabo en Gran Bretaña tenían un evidente parecido con tradiciones más antiguas, en la que la muerte era personificada bajo la percepción del bien y del mal. Según el libro Observations on the popular antiquities of Great Britain de John Brand, el Devorador de Cadáveres tenía la facultad de presidir las ceremonias fúnebres luego de “consumir” los pecados del difunto y, además, formar parte del resto de las costumbres domésticas que involucraban al duelo. De modo que hay todo de tipo de historias en la que este extraño personaje era quien consolaba a la viuda y a los hijos, oficiaba la ceremonia eclesiástica e incluso participaba en la inhumación del cuerpo. El Devorador de pecados era una mezcla de funcionario mortuorio y de representante de la Iglesia, dentro de ritos más o menos paganos que seguían llevándose a cabo en una buena parte de la Europa medieval. Según Brand, era común que el personaje estuviera por completo ataviado de negro, fuera el centro de todo lo que ocurría una vez acaecía la defunción y se le asociaba con frecuencia con la tétrica figura de la Parca, con la que se suponía estaba relacionado o al menos “tenía algunos tratos”, según insistían las creencias locales. “Se sentó frente a la puerta y recibió una corteza de pan que comió y un cuenco lleno de cerveza que bebió a menudo en un trago. Después de esto, levantándose de su taburete, pronunció, con un gesto sereno, la oración que aseguraría el descanso y la pureza del alma que acaba de partir, para lo cual empeñaría su propia alma”, cuenta el escritor al describir el extrañísimo ritual que involucraba al devorador de pecados.

La Iglesia dedicó una buena cantidad de tiempo y esfuerzo en intentar disminuir la influencia de todo tipo de rituales locales relacionados con la muerte, el luto y la posibilidad de la vida después de la muerte, pero en Inglaterra las costumbres se encontraban tan arraigadas que se entremezclaron con las enseñanzas bíblicas de manera confusa y a menudo tortuosa. Para buena parte de la realeza Inglesa del medioevo, la presencia de un devorador de almas no sólo aseguraba la paz del difunto sino que también era un símbolo con una vieja y misteriosa conexión entre la creencia de un vinculo entre la muerte y la vida, a través de una figura mágica.

El curioso libro Hill and Valley: Or Hours in England and Wales, un detalladísimo diario de viaje escrito por la autora Catherine Sinclair en 1838, describe de forma meticulosa la forma como el “Devorador de Pecados” no solamente era una versión cristianizada de los antiguos devoradores de oscuridad galeses, sino también de ancestral costumbre celta de un hombre que detentaba el poder sobre la vida y la muerte. El ritual de los pueblos de las provincias incluían comida y bebida, invocaciones al viento, fuego, agua y tierra y finalmente una suplica divina que se asemejaba mucho a una invocación pagana. La aterrorizada Catherine narró en su diario la forma en que un Devorador de pecados irrumpió durante el velorio de un campesino y tomó su mano para “llamar a los terrores que le acechaban”, a lo que familiares y allegados respondieron con llantos y bailes rituales. “No estaba claro si se trataba de una ceremonia de la Madre Iglesia o algo más secreto y profano”, cuenta Catherine, “pero es notorio que todos los hombres de las montañas y pueblos rurales de Gales emprendieron una impostura tan atrevida como para desafiar a la Iglesia”.

El diario además añade que todo el pueblo estaba consciente del peligro que corrían en medio de una situación cada vez más complicada, debido sobre todo a la preocupación y sospechas de los párrocos locales. “Todos deben haber sido todos infieles, dispuestos, aparentemente, como Esaú, a vender sus derechos de nacimiento por una trampa”, dice en una clara referencia al hecho que se trataba de una tradición que se encontraba reñida con cualquiera de las de la Santa Iglesia Católica. Con todo, el relato de Catherine deja muy claro que además se trataba de un tipo de poder social y cultural de considerable importancia. La espontánea testigo cuenta que el Devorador de Pecados no sólo tenía una considerable importancia a nivel local —y era considerado un hombre que sostenía sobre sus hombros una responsabilidad mayúscula— sino que además cumplía una función social de singular peso social. “Era un sacerdote sin orden, pero tan poderoso como el hombre más relevante del pueblo”, apuntó Catherine, a quien la experiencia pareció aterrorizar lo suficiente para después enviar sus diarios al Vaticano como “prueba de los terrores que ocurrían en los campos ingleses”.

Una recorrido entre las sombras

Para el siglo XVIII la costumbre fue casi erradicada, pero algunos pueblos seguían conservando no sólo la figura sino la enorme relevancia de un ritual de duelo que se consideraba imprescindible para la paz de los difuntos, asolados por todo tipo de males supersticiosos como vampiros e incluso actos de brujería. En 1712 el escritor Henry Curzon contó, en un pequeño texto privado sobre sus andanzas en el condado inglés de Herefordshire, que los lugareños pagaban pequeñas fortunas a hombres a quienes la Iglesia expulsaba de su seno para que “comieran los pecados” de los difuntos, un oficio que se relacionaba con cierta posición de relevancia en el pueblo y la posibilidad de obtener protección de las posibles represalias de la iglesia católica. Curzon cuenta que se trataba en su mayoría de hombres pobres “ sin fortuna propia, familia o nombre” que se “hacían cargo de un oficio que implicaba un considerable riesgo para su alma inmortal”. El escritor llegó a asistir a una de las extrañas ceremonias, que se llevó a cabo con “premura y secreto” debido a la posibilidad de delación o ataque de “católicos y anglicanos, para quienes el ritual era igualmente ofensivo”.

Para principios del siglo XIX la costumbre había desaparecido por completo y la figura del devorador de pecados se convirtió en un hecho mítico que se incluyó en todo tipo de poemas y cuentos. En su libro Welsh Gothic, la autora Jane Aaron hizo un breve recorrido por la extraña historia natural del devorador de pecados y lo relacionó directamente con la identidad galesa y con las costumbres tradicionales de magia de la región, un punto que despertó suspicacias y considerables debates sobre la forma en que la extraña costumbre había pasado a la historia. Para Aaron, el Devorador de pecados no era sólo parte de una costumbre más amplia sobre el duelo y el miedo a la muerte, sino un símbolo de la incertidumbre de una región que debió luchar durante siglos por su independencia cultural y religiosa. No obstante, fue el primer intento consciente de crear una connotación literaria sobre una figura rural que hasta entonces había tenido vicios de leyenda más o menos ambigua.

En 1920 un poema anónimo contó la última versión sobre un devorador de pecados del que se tenga noticias: Una criatura a mitad de camino entre lo fantasmal y lo temible, que en el texto describe “demacrado, espantoso, delgado y miserablemente pobre”. Entre lo monstruoso y lo humano, se describe una escena inquietante en que extiende las manos para “saborear la oscuridad”, figura que después el escritor Thomas Lynch incluiría en su quinto libro The Sin-eater: A Breviary. Pero además de narrar la vieja historia, Lynch hizo algo más: le brindó un tipo de redención tardía. “Muerto o vivo, la oscuridad le devora. Muerto o vivo, toma el terror. Muerto o vivo, le libera. Muerto o vivo, busca la expiación”. Quizás un final simbólico para una singular forma de concebir el poder del espíritu humano y su capacidad para escapar de sus propias sombras.

****

Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

TheAglaiaWorld 

 

¡LLÉVATELO!

Sólo no lucres con él y no olvides citar al autor y a la revista.