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LA LLORONA

Y EL LUTO COLECTIVO

Aglaia Berlutti

 

 

La leyenda de La llorona podría contarse en la mayoría de las ciudades y pueblos de Latinoamérica y de inmediato cualquier oyente la reconocería. Se trata uno de los mitos más antiguos del continente y uno de los pocos que se extiende de un lado a otro de América, conservando una carga metafórica casi idéntica. La madre que asesina a sus hijos, y después de la muerte busca venganza, se encuentra profundamente vinculada con la forma dramática y dura que Latinoamérica entiende a la mujer y al sufrimiento. “La mujer sin rostro”, “La madre rota” o “La mujer sin hijos” ya era parte de relatos primitivos sobre una aparición con forma femenina que sollozaba a gritos durante los primeros años de la conquista, por lo que es evidente que las primeras imágenes sobre ella proceden de la España colonizadora.

Oriunda de México (o al menos, ese es el país en el que la historia tiene mayor arraigo popular), la leyenda de La llorona se encuentra a mitad de camino entre la curiosidad antropológica y un antecedente latino al folk horror europeo. Una de las más conocidas insiste en que una mujer indígena y un hombre español mantuvieron un romance de los que nacieron tres niños. Poco después del nacimiento del niño más pequeño, el español contrajo matrimonio con una joven española de alta alcurnia, por lo que la mujer indígena se suicidó luego de asesinar a los niños. Como colofón, se cuenta que el espíritu se apareció al hombre que le había traicionado en la noche de bodas y le aterrorizó hasta la muerte con su llanto. Según Fray Bernardino Sahagún en sus conocidas crónicas Historia general de las cosas de Nueva España (1793), la aparición llevó a la muerte “a todos quienes conocieron al hombre y su parentela”. Una noción sobre la venganza y el odio como fuente de poder, emparentada con mitologías más antiguas sobre espectros femeninos.

Pero La llorona es algo más: forma parte de esa mitología siniestra de una cultura mestiza que conserva elementos de la fatalista versión sobre la vida y la muerte, tan propia de los pueblos latinos. La llorona, al contrario de historias parecidas en Japón, Hungría e Indonesia, busca venganza y, de hecho, es el rencor lo que le une a la tierra de los vivos. Los mitos y leyendas, con toda su carga simbólica y antropológica, son quizá la forma más inmediata de comprender cómo se interpreta el miedo, la esperanza y el dolor en distintas culturas. Con todo su peso de conciencia colectiva —se castiga al mal y reivindica a las golpeadas y maltratadas etnias indígenas del continente—, es algo más que una versión sobre una historia de fantasmas universal. Se trata de una mirada atenta a las creencias y creaciones especulativas acerca de la identidad colectiva, que sobrepasan cualquier explicación sencilla.

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La llorona: orígenes

Como toda leyenda de fantasmas que se precie, la historia de La llorona carece de datos verificables que permita analizar por separado su origen, lo que la convierte en un raro fenómeno antropológico. Aunque con semejanzas notorias con la versión mexicana, la historia se transforma de manera local, aunque sin perder lo esencial: el infanticidio y la venganza como núcleo motor de la aparición posterior del espíritu. En Guatemala se habla de una mujer de alta alcurnia, embarazada de un mozo de cuadra y que decidió matar al niño al nacer. De la misma forma que en México, La llorona guatemalteca se condenó a sí misma con la muerte del hijo, igual que ocurre con la versión de Costa Rica. Según el escritor costarricense Carlos Luis Sáenz, La llorona del país es una combinación entre heroína indígena y espectro condenado por amor, una suerte de Pocahontas perversa: enamorada del hijo de un conquistador, una princesa indígena debe decidir entre su pueblo y la nueva vida que le espera junto al hombre que la ha deshonrado y de quien se embarazó. En un arrebato de furia, su padre asesina al bebé recién nacido y después maldice a su hija, que se convertirá en un fantasma vengador de las causas de la tribu. Una y otra versión deja claro que la mujer —en su rol tradicional de Madre sumisa— pasa a convertirse en un reflejo del odio y el rencor colectivo.

Se supone que los primeros datos sobre su leyenda —la de la mujer que pierde a sus hijos por una tragedia que pocas veces se menciona y que luego de morir vaga entre sollozos para buscarles­—proceden de las pequeñas ciudades fundadas por España y Portugal en las décadas inmediatamente posteriores a la conquista. Pero La llorona es mucho más que una apreciación sobre lo legendario y lo terrorífico bajo la óptica latinoamericana: se trata de una reinterpretación de la figura femenina tal y como se le concibe en el continente, además de ser la primera vez en que la mujer —como símbolo— encarna también la percepción sobre la venganza. La llorona encarna a una nueva Medea griega que en medio de celos calcinantes mata a sus hijos y comete suicidio en una especie de venganza violenta e irracional, que la convierte en un espectro que alimenta el horror con sufrimiento en estado puro. La llorona no sólo vaga por la noche en busca de los niños que ha perdido, sino también para tratar de vengar su muerte. El horror de la tragedia confiere poder y, sobre todo, una enorme elocuencia a los sollozos desgarradores que anuncian su presencia. La leyenda cuenta, además, la forma que la aparición tiene de tomar venganza hacia cualquiera que detenga su peregrinar. ¿Los confunde con quienes les arrebataron a sus hijos? ¿Se trata de una aproximación por completo nueva sobre el odio que trasciende a la muerte misma?

La llorona guarda evidentes paralelismos con leyendas más antiguas de latitudes muy lejanas a su supuesto origen: ya en el siglo VI antes de Cristo, en Japón se temía a la Madre, un espectro que también lloraba en la oscuridad por la muerte de sus hijos. Una y otra vez el estereotipo se repite, pero además se expresa más allá y se analiza como una percepción inusitada sobre la mujer, lo femenino y el acto trascendental de la maternidad. En Latinoamérica, lo que mueve e impulsa al espíritu inquieto de la mujer de la saya blanca a buscar venganza no es sólo el hecho violento que destroza su vida y le envía a la periferia marginal de la víctima expeditiva, también se trata del poder del odio y de algo más complejo, a mitad de camino entre el resentimiento como fuente de poder y el misterio que le sostiene como una versión de la identidad colectiva.

La llorona es una historia sobre la expiación y el rencor, lo que la emparenta con la noción sobre maldiciones mágicas y supersticiones relacionadas con el tema en buena parte de Latinoamérica. La mujer que se maldijo a sí misma al asesinar a sus hijos es una connotación medular sobre el bien y el mal moral del continente (relacionada directamente con el honor y la dignidad) y también una ruptura con el estereotipo de la madre tradicional latinoamericana, pues también se analiza un sentimiento egoísta y violento que pocas veces se asocia a la venerada figura de la abnegación latina.

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La victoria de la oscuridad

El director guatemalteco Jayro Bustamante lo sabe, y quizá por ese motivo su película La Llorona utiliza el trasfondo multicultural de la leyenda de uno de los mitos más antiguos del continente para contar una de las historias de terror más efectivas del año. Bustamante toma la osada decisión de mezclar el origen de la leyenda de terror colectiva para crear la percepción de la violencia como un acto humano, fuera de todo control, época e incluso de la dimensión de la vida tal y como la conocemos para enlazar la historia que narra el guion (que co-escribe con Lisandro Sánchez) con los horrores del genocidio y el poder dictatorial. El resultado es un film poderoso, con un subtexto simbólico de enorme poder y con una reflexión al miedo contemporáneo y a la forma en que se manifiesta.

Mientras la cámara recorre pantanos, valles inhóspitos y territorios de pesadilla, Bustamante confronta al espectador con la idea de los monstruos más allá de aparecidos o extraños llantos inexplicables. ¿Qué es lo que realmente acecha en la sombra? ¿Cuáles son los monstruos con los que deben lidiar y al final vencer los personajes? El director incorpora el pasado violento de su país a la idea sobre el poder de la culpa social, para crear a través de la llorona —como figura terrorífica— un hilo conductor hacia el mal interior que habita en cada uno de nosotros. Cuando Carmen (Margarita Kenéfic) invoca un espíritu en medio de la noche, no se trata sólo de un ritual de brujería, sino una connotación más antigua y primitiva sobre el dolor. Lo que convoca la matrona es también el sufrimiento de lo que yace en la oscuridad —los asesinados y torturados luego de un interminable conflicto civil—, y es ese aspecto dual del discurso de la película lo que transforma su argumento en un tipo de mirada hacia el terror original, por momentos incómodo. Para Bustamante, lo terrorífico tiene un trasfondo mucho más complejo que la figura espectral que vaga en la noche y grita de puro sufrimiento: es el país, las víctimas sin nombre y lo espeluznante de la insinuación de lo que la tierra guarda como un secreto.

La película tiene mucho de un tipo de reflexión sobre lo inconfesable que, además, bifurca la historia principal en varias líneas narrativas que alcanzan diversas discusiones inquietantes. Desde la concepción del poder corrompido y el fervor militar que encarna Don Enrique (Julio Díaz), un general guatemalteco retirado, hasta la percepción de la lucha de clases, en la que la figura de La Llorona se alza como una figura de venganza y como metáfora de los rencores culturales inconfesables. Bustamante trabaja con cuidado en brindar un contexto amplio sobre el duelo de su país, las heridas abiertas y el rencor a fuego lento que marca a cada uno de los personajes.

Con sus monstruos de rostro humano, el film toma la brillante decisión de confundir las percepciones sobre las tinieblas de la crueldad y crear una historia dentro de una historia. Don Enrique, cruel y despiadado, es la alegoría de un país sin justicia, atormentado y envuelto en sus propios demonios que no termina de exorcizarse en medio de la impunidad y la complacencia del poder. Como si se tratara del conocido estereotipo de la figura de autoridad venida a menos, pero que es incapaz de aceptar responsabilidad en las atrocidades que se cometieron a su alrededor, Enrique es el punto de partida hacia algo más grotesco y doloroso. Y es La llorona, una aparición nacida del folclore local que parte de un substrato que elabora ideas complejas sobre el poder y la necesidad de la venganza, lo que hace de la historia una compleja red de concepciones no sólo sobre Guatemala, sino también del continente latino con sus heridas aún sin cicatrizar. Un mapa de ruta hacia el trauma colectivo que Bustamante utiliza como un trasfondo elocuente de lo que evade explicaciones sencillas y sostiene una mirada temible sobre la identidad de un país que sigue sin saldar cuentas históricas.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

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