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LAS SOMBRAS, EL PODER Y LA DAMA DE LA OSCURIDAD

II

 

Aglaia Berlutti

Primera parte

 

En medio de las voces secretas

Cuando Mary Shelley terminó de escribir su obra clásica Frankenstein, escribió en uno de sus diarios que Radcliffe había sido una pieza fundamental en su proceso creativo. Tanto, como para que la idea de sus novelas y su percepción sobre bien y el mal formaran parte de su historia de formas que le sorprendían y le desconcertaban. “Por noches he soñado con ella, como si escuchara su voz susurrar ideas que no me permitía pensar por mí misma”. Por supuesto, Radcliffe ya era una referente imprescindible, pero además para Shelley se trataba de una línea cuidadosa que elaboraba una consistente mirada sobre lo terrorífico. No había monstruos  — no al menos tradicionales —  sino una criatura doliente, pesarosa y angustiada que iba de un lado a otro para tratar de entender su propia naturaleza. Esa consecuencia de la búsqueda del yo, de la necesidad de narrar la condición errante del espíritu en busca de un lugar, permitió a Shelley emular a Radcliffe de una manera que rozaba el homenaje, pero en especial la necesidad de reconstruir la idea de la identidad, un tema que obsesionaba a ambas.

«Mary Shelley», por Francesco Francavilla.

Radcliffe creía en la posibilidad que cada uno de sus personajes pudiera moverse a través de estratos distintos de su propio mundo, además de crear un vínculo esencial con la historia. Entre ambas cosas, sus escenarios eran reflexiones profundas acerca de la noción sobre la existencia, el terror y la percepción de lo humano como un reflejo de algo enorme y sustancial. La escritora mostraba el temor como un elemento primitivo, temible y nacido de la tierra, ajeno a Dios y al diablo. La condición de sorpresa, pero en especial de desconcierto sobre lo maligno  — villanos que luchaban por su identidad, heroínas no del todo inocentes —,  permitió a Radcliffe atravesar terrenos poco comunes dentro de la literatura de su época, sobre todo para una mujer.

Su marido, William Radcliffe, editor del English Chronicle de la ciudad de Bath, llegó a comentar que la idea del mal para Ann era un lugar secreto en el que habitaban monstruos que a menudo “tenían una apariencia muy humana”. De hecho, para William, quien fue su primer lector y una de las voces que la alentó a publicar siendo aún una mujer muy joven, la forma en que los relatos de Ann reflexionaban sobre lo humano como medida de lo monstruoso le resultaba una experiencia “de asombro y temor completo. Un recorrido por lo profano de ser simplemente humano, que se extendía más allá de la hoja escrita”. También fue William el que hizo correr rumores sobre los extraños “poderes” de su mujer. “Era un juego de palabras entre ambos, la oscuridad que la entusiasmaba a escribir y el hecho que lo hiciera, sólo si estaba segura de causar temor”. Radcliffe aprendió a escribir gracias a los consejos de su marido, pero también a través de un impulso sustancial sobre profundizar en los espacios de la mente de sus personajes de una manera nueva. “Hay un lugar que nadie mira en su interior. Es el que quiero mostrar, describir, recorrer y, al final, habitar”, escribió Radcliffe a su esposo. Faltaban meses para la publicación de su primera novela y él se encontraba de viaje en Londres. La escritora pasaba sola la mayor parte de los días y dedicaba un esfuerzo casi inaudito a escribir. “Escribo como quien el viento arrastra, por espacios desconocidos. Me aferró a las palabras, una a una. Pero todas me hieren las manos”, explicó Ann a William cuando esté se preocupó por sus terrores nocturnos los días de soledad en la enorme casa solariega que compartían en la ciudad balneario. “Entonces sé una bruja”, insistió William, en una broma privada que se repetiría a lo largo de su correspondencia. “Hazlo y enfrenta lo que espera en la penumbra”.

Ann lo hizo y logró crear obras extraordinarias que, además, se convirtieron en el centro de una nueva forma de entender el gótico. Ya no sólo se trataba de los breves atisbos de lo sobrenatural, los grandes castillos y abadías, las damiselas en desgracia perseguidas por entes malignos inexplicables. También había un trasfondo temible sobre lo inquietante que se manifestaba en todo tipo de formas, que se enlazaba con una mirada profunda sobre los terrores invisibles y espirituales. Radcliffe fue el puente entre las obras de un tipo de literatura enfocada en el miedo esencial hacia otra, en la que logró una textura por completo nueva de la oscuridad interior de los hombres. La escritora, que asumía el hecho de escribir como un elemento inherente de su personalidad, comenzó a creer que su inclinación hacia temas de naturaleza morbosa tenían una relación consistente sobre el hombre como centro y núcleo de todos sus pesares y terrores. “No hay un monstruo sin un hombre que le tema”, escribió a uno de sus editores para describir la percepción inquieta y agobiante del tiempo y la psicología retorcida de sus personajes.

Mary Shelley hizo algo parecido con su Víctor Frankenstein, lleno de la codicia y la vanidad de un prodigio intelectual, lo que le hacía incapaz de atenerse a límites morales o religiosos. El personaje es la negación de todos los héroes y antihéroes de la época, definidos por el gótico como graduaciones del mal espiritual y que, de una u otra forma, se encontraban en los extremos de la forma en que podía analizarse los espacios emocionales. En realidad, Víctor ,— irresponsable, emocional, frágil, falible — ,es todo un prodigio de la experimentación en una época en que la novela tenía firmes parámetros y se comprendía de una manera muy rígida. Frankenstein, analizada como obra de ruptura desde la formalidad literaria, son cuatro historias en una, entremezcladas y entrecruzadas para sostener una idea sobre la naturaleza humana: lo fortuito, fugaz e inexplicable del misterio de la vida. Es una alegoría  — sobre los peligros de la ciencia, los terrores inauditos que se esconden en ella — , una fábula  — un monstruo que busca sus orígenes en medio de la ignorancia — , una novela epistolar  — la forma en que Shelley estructuró la memoria y los dolores del misterioso Víctor Frankenstein recuerda lo mejor del género —  y al final una autobiografía, en la que Mary Shelley no sólo analiza su vida, las restricciones y límites con la debió vivir, sino el monstruo que toda mujer creativa en su época estuvo condenada a ser. Entre semejante combinación, Mary Shelley tuvo verdaderas dificultades para explicar de manera comprensible el centro de su obra, mientras los críticos le atacaban y se preguntaban en voz alta cómo el alma femenina había sido capaz de crear semejante y “horrible progenie”.

“Fue en una triste noche de noviembre que contemplé el logro de mis esfuerzos”, narra Víctor Frankenstein en una de las escenas más inquietantes del libro de Shelley. Hasta entonces, todos sus intentos por crear vida del caos había resultados infructuosos, pero ahora todo parecía ser distinto. De pie, con una vela en la mano, asiste al nacimiento de algo abominable, un milagro aciago que le dejaría atormentado, aturdido y desconcertado. “Vi el ojo amarillo apagado de la criatura abrirse; respiraba con dificultad, y un movimiento convulsivo agitó sus extremidades”. Víctor había trabajado por meses y años para lograr aquel portento, pero ahora sentía verdadero terror, un terror inexpresable. Al borde de la locura retrocedió, sin saber si huir o permanecer allí, como único testigo de un momento de horrendas implicaciones. “Era incapaz de soportar el aspecto del ser que yo había creado”, declara al final el padre del monstruo que deja tendido en el suelo del laboratorio entre temblores, la vida y la muerte creándose en la oscuridad.

Víctor Frankenstein nunca bautizó a su monstruo y, de hecho, la escena final del libro reproduce la extraña tragedia de su orfandad. “Yo, el miserable y el abandonado, soy un aborto”, dice la criatura, mientras se desliza hacia la oscuridad en una balsa de hielo. De nuevo, Mary juega con los símbolos y las pequeñas piezas de la oscuridad: la obra está llena de subterfugios, capas y una metáfora inquietante sobre el miedo y lo sobrenatural que se mezclan en una viva defensa al poder creativo. Pero más allá de todo, lo que rodea a la novela es un aire de fascinación por la belleza de lo siniestro, por el poder inevitable del tiempo que se entrecruza para sostener algo más profundo que la mera posibilidad de la identidad humana. “Soy la muerte, puesto que la muerte no vendrá nunca por mí”, dice el monstruo, aturdido por la vida que recibió casi por accidente, perdido entre las sombras del terror que despierta a su creador y el oscuro milagro que representa.

Este recorrido emocional, tiene una raíz directa con la forma en que Radcliffe elaboró un mapa de ruta psicológico a través de la idea del bien y del mal moral. Todos sus personajes atraviesan situaciones y circunstancias que le desbordan y que, de hecho, enlazaban y sostienen su versión sobre la identidad a través de sus errores. Para la escritora, cada una de sus criaturas literarias eran una conformación creativa emparentada con la dualidad mental y emocional. De un lado se encontraba el bien como parte de una idea común  — todos aspiramos al bien, deseamos el bien y concebimos el bien —  a la vez, que se constituía una raíz oscura que se emparentaba con los temores colectivos. Sin saberlo, Radcliffe ya analizaba la psiquis de sus personajes a la manera en que lo haría siglos después los grandes modernistas de principios del siglo XX, que tomarían la cualidad de sus personajes para contradecirse como una forma de percepción entre lo fidedigno y lo verosímil en el discurso narrativo.

De la misma forma, Charlotte Brontë siguió el ejemplo de Radcliffe para no sólo elaborar una tesis sobre la condición de la mujer de la literatura sino para encontrar en la ficción una evasión profunda a las complicadas condiciones de vida que enfrentó. De la escritora se insiste que carecía de educación formal  — la tenía, aunque incompleta y sin duda no especializada —  y que Jane Eyre, su obra más famosa, está inspirada en las obras góticas más populares del siglo XVIII, a las que además incorporó un elemento de romance amargo que sostenía una cierta vitalidad interior. Las mujeres de Charlotte a menudo se debatían en medio de la locura y la concepción inmediata del poder de la desintegración de la personalidad —elemento tras elemento —  como algo más elaborado y, a menudo, de un colosal poder expresivo. Mientras sus héroes solían encontrarse en mitad de situaciones que les superaban y les vencían, las mujeres que imaginaba Charlotte se enfrentaban a los dramas claustrofóbicos que inventaba para ellas, con un arrojo y un poder emocional que fue quizá su mayor aporte al género, que por décadas había disminuido lo femenino al papel de la víctima propiciatoria o al vehículo a través del cual se podía manifestar el caos, el dolor y el sufrimiento emocional.

Charlotte Brontë

La contribución de Brontë al gótico permitió que la mujer convertida en heroína fuera algo más que un reclamo emocional: creó un tipo de formidable personaje capaz de soportar las inclemencias de situaciones devastadoras  — como la que la misma Charlotte había vivido —  y, además, construir toda una nueva visión sobre la fortaleza femenina, mucho más profunda que la habitual idealización de la damisela en desgracia que se volvió parte de la imaginaria literaria del género gótico. Al contrario, las mujeres de la autora eran mujeres que se enfrentaban a sus temores y limitaciones en busca un lugar para sí mismas en un mundo que les era hostil, lo que permitía que las historias en medio de las cuales se desenvolvían tuvieran un fuerte acento de drama social y cultural.

También Edgar Allan Poe tomó como referencia a Radcliffe para buena parte de sus obras. El escritor creó algo más que un lugar para el terror como forma de expresión sino todo un proceso creativo que revolucionó la manera de contar historias. No sólo estableció la manera de contar historias de detectives  — que aún se conserva, en mayor o menor parte, en la actualidad — , sino que dio un giro innovador al género de la fantasía, el terror y el suspenso al añadir capas de significado y dimensión sensorial a cada uno de sus personajes. Poe, con su necesidad de contar historias, de aterrorizar desde lo convincente, profundizó en los miedos populares, pero también en los íntimos, convirtiendo los terrores primitivos y atávicos en extraordinarias percepciones sobre la vulnerabilidad humana. Escribió para asumir el miedo como parte del mundo en un momento histórico donde el mundo parecía hundirse en un cinismo secular. Escribió para contar, pero también para transformar, y ese empeño suyo perdura hasta hoy.

Poe emuló la osadía de Radcliffe para crear su propio estilo y, además, elaborar una fuente de creación en la que la narración se beneficiaba de sus propios terrores y obsesiones. Según Bernard Shaw, al mérito de Poe reside no sólo en su capacidad para reinterpretar lo real en algo más extraño y sustancioso, sino también en brindarle un lustre original a través de lo emoción, un rasgo que sin duda emuló de Radcliffe, obsesionada por cada parte de la conciencia humana para crear el miedo.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

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