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APUNTES JAPONISTAS

V

 

Emiliano González

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

 

Durante los tres meses de estancia en Japón, en 1886 el pintor visionario norteamericano John La Fargue busca el Nirvana y elabora dos cuadros que son equivalentes pictóricos de los relatos tétricos de Lafcadio Hearn: La cosa extraña que el pequeño Kiosai vio en el río y El tejón siniestro. El primero muestra la cabeza de una mujer (especie de Ofelia japonesa) junto a una flor y a un pétalo.

El segundo muestra a un tejón sonriente, de afilados colmillos, junto a una cascada saludando con su pata derecha. Según la leyenda, el tejón extravía a los viajeros, como Puck del mundo feérico occidental.

Educado por el comisionado de bellas artes, Okakura Kakuzo, La Fargue se refiere al hermoso país de maravillas del budismo y en 1886 elabora dos acuarelas de la gran estatua de bronce de Amina Buda en Kamakura (estatua conocida como el Daibutsu), vista de perfil y de frente, desde el jardín de un sacerdote. Ya están implícitos, en esta acuarela, los versos de Rebolledo publicados en Rimas japonesas (1907): “Con tu dulce mirada que divisa / Hacia adentro, y sentado en áureo loto / Me haces pensar en un edén remoto / Que más allá del mundo se precisa”. En este soneto, la indecisa felicidad (luz de un sol ignoto) resplandece en el rostro de Buda, cuya sonrisa es dulce como la miel. Mientras los siglos se hunden en la noche del olvido, la doliente humanidad se arrastra o sube “en triste caravana” y Daibutsu sueña eternamente, “gozando del reposo del Nirvana”.

Kwannon, la diosa búdica de la compasión, es motivo de dos obras de La Fargue: la acuarela Meditación de Kwannon y el óleo Kwannon meditando sobre la vida humana. En este último, la diosa, con aureola, está sentada en posición yoga “flor de loto”, junto a una cascada. El Eterno Femenino, cerrando los ojos, entregándose a la contemplación del alma, le brinda compasión a un mundo problemático. Las japonerías de Fidelia Briges implican una revitalización de la Naturaleza Muerta que influye sobre La Fargue, autor de las acuarelas Lirio azul (estudio) y Nenúfares con mariposa nocturna. Los paisajes japoneses fascinan a La Fargue, que elabora estampas deliciosas: La fuente de nuestro jardín de Nikko, Salida del sol con bruma sobre Kioto, Avenida hacia el templo de Iyeyasu en Nikko yTori o Puerta Sagrada en Benten.

«Kwannon meditando sobre la vida humana».

Los lotos, como los nenúfares, son plantas acuáticas (ninfáceas) y Rebolledo observa en un poema sobre los lotos: “Simbolizan el albor del alma humana / En el cieno de la vida terrenal, / Y en el mundo misterioso del Nirvana / El Daibutsu tiene un loto por sitial”.

En un cuadro muy raro, Los comienzos de la vida, el pintor checo František Kupka destaca los lotos y pinta un feto humano flotando sobre las flores sagradas: el albor del alma es simbolizado por el albor del cuerpo al que alude Rebolledo.

Las fantasías de Julio Torri se inician con la siguiente anécdota:

El poeta Efrén Rebolledo, que vivió tantos años en Oriente que hasta su nombre se transformó en el japonés de Euforén Reboreto San, nos contaba ayer de un prestidigitador que recortaba ante el público una mariposa de papel, que después hacía revolotear con ayuda de un abanico que movía con sin igual destreza. La mariposa levantaba su vuelo incierto, iba de palco en palco, sin detenerse nunca y daba la vuelta por todo el teatro, a gran distancia del juglar, que la seguía con ojos anhelantes y que agitaba sin descanso su frágil abanico de seda y de marfil.

La mariposa japonesa es notable en el cuento de Lovecraft, “La poesía y los dioses”, donde la joven Marcia busca algo que disipe su languidez y descubre una imagen de sueño, que la acerca a su meta más que otras, en un poco de verso libre, que tiene toda la música espontánea de “un bardo que vive y siente, que busca extáticamente la belleza sin velo”:

Luna sobre Japón,

¡Luna mariposa blanca!

Donde los Budas de párpados pesados sueñan

Al sonido de la llamada del cuco…

Las alas blancas de las mariposas lunares

oscilando con luz mortecina por las calles de la ciudad

sonrojando hasta el silencio las mechas inútiles

de las linternas en las manos de las muchachas.

La poesía tiene la armonía de las palabras aladas y espontáneas, una armonía ausente en los versos formales y convencionales conocidos. El éxtasis y el sueño, repudiados por los futuristas, destacan en este cuento japonista de Lovecraft, en que el antiguo paganismo griego revive, anticipando las novelas de Finney y de Beagle. De la niebla surge la figura de Hermes, que llama ninfa y profetisa a Marcia y dice que ella ha descubierto “el secreto de los dioses que está en la belleza y la canción”. Estos dioses no han muerto: sólo duermen, “en jardines hesperidios llenos de lotos, más allá del ocaso dorado”. Lovecraft ofrece una versión en prosa del regreso de los dioses paganos augurado por el soneto profético “Dafne” de Nerval. La figura central de la portada de Dagon de la editorial Panther (1969) es una mujer desnuda transformándose en árbol como la Dafne mitológica, originadora de las mujeres-viñas del libro intuitivo de Luciano, Historia verdadera, del siglo II a. C. La poesía del porvenir, según Lovecraft, traerá paz y placer al alma, “aunque debe ser buscada a través de años sombríos”. Hermes recuerda a la ninfa Aretusa (con cabellos de arco iris, nos dice Shelley) y al río Alfeo. La literatura lleva lejos del curso sangriento de la guerra, sostiene “el cisne del Avon” (Shakespeare), y la belleza es lo mismo que la verdad (afirma Keats). En el cuento de Lovecraft Hermes carga a Marcia y la conduce hacia las estrellas, sobre el mar invisible, “bajo el cielo y sobre el mar”, como en el poema de Darío dedicado a Margarita Debayle.

El modernista bogotano José María Vargas Vila dice acerca del japonismo de Rubén Darío, en su libro sobre el poeta nicaragüense:

orientalismo de jardines diminutos, de flora sin perfumes, de fauna sin grandeza, todo artístico, todo bello, todo unánime y pictural;

un niponismo inimitable, y frágil, lleno de vuelos de libélulas, sobre princesas dormidas, que tienen la elegancia lánguida de un iris, y el misterio lagunar de un loto;

preciosismo voluptuoso y tierno, en el cual solloza el alma del poeta, como el sonido de una planta gemebunda, sobre un jardín de otoño, a la hora crepuscular…

él introdujo en la literatura ese impresionismo japonés mièvre (débil) y pueril, que si en él, fue admirable, por serlo personal, innato y constitutivo, fué fatal al degenerar en sus imitadores, pues nos dio esas generaciones de versificadores endebles, paisajistas de biombo y de abanico, grabadores en lacas de Corea, preciosistas de étagère (aparador) y bibelotistas malgachos, sin fuerza y sin vuelo, con alas de pájaros moscas, cuya cima más alta llegó a ser la copa de un rosal, y que prisioneros de la miel con que pintaban sus acuarelas no lograron alzarse nunca hasta las ramas apolíneas del laurel.

En “El rey burgués”, cuento incluido en Azul… (1888) de Darío, los objetos japoneses y chinos no son signos de sensibilidad ni de amor por la sabiduría sino de egoísmo y vanidad:

¡Japonerías! ¡Chinerías! Por lujo y nada más. Bien podrían darse el placer de un salón digno del gusto de un Goncourt y de los millones de un Creso: quimeras de bronce con las fauces abiertas y las colas enroscadas, en grupos fantásticos y maravillosos; lacas de Kioto con incrustaciones de hojas y ramas de una flora monstruosa, y animales de una fauna desconocida; mariposas de raros abanicos junto a las paredes; peces y gallos de colores; máscaras de gestos infernales y con ojos como si fuesen vivos; partesanas de hoja antiquísimas y empuñaduras con dragones devorando flores de loto, en conchas de huevo, túnicas de seda amarillas, como tejidas con hilos de araña, sembradas de garzas rojas y de verdes matas de arroz; y tibores, porcelanas de muchos siglos, de aquellas en que hay guerreros tártaros con una piel que les cubre hasta los riñones, y que lleva arcos estirados y manojos de flechas.

Lo oriental se ve acompañado por lo griego: “había el salón griego, lleno de mármoles: diosas, musas, ninfas y sátiros…”

En la corte del rey burgués no hay lugar para el poeta, al que se le ofrece el oficio mecánico de sonar una caja de música, y se le abandona al hambre y al frío. Una noche en que la luz de las arañas ríe “sobre las túnicas de los mandarines de las viejas porcelanas”, el poeta muere.

En “La muerte de la emperatriz de la China” el escultor Recaredo vive feliz con su mujer Suzette y sus creaciones. El orientalismo lo domina, pues habría deseado hablar chino o japonés.

Conocía los mejores álbumes; había leído buenos exotistas, adoraba a Loti y a Judith Gautier, y hacía sacrificios por adquirir trabajos legítimos de Yokohama, de Nagasaki, de Kioto o de Nankín o Pekín: los cuchillos, las pipas, las máscaras feas o misteriosas como las caras de los sueños hispánicos, los mandarinitos enanos con panzas de curcubitáceos y ojos circunflejos, los monstruos de grandes bocas de batracios, abiertas y dentadas y diminutos soldados de Tartaria con faces foscas.

Su mujer aborrece su “casa de brujo, ese terrible taller, arca extraña” que le roba sus caricias. Una mañana ve que su dulce Suzette está soñolienta y tendida, parecida a la Bella Durmiente.

Él la despierta porque ha recibido una carta de su amigo Robert, enviada desde Hong Kong, en que avisa que ha enviado una sorpresa en una caja. La sorpresa es “un fino busto de porcelana, un admirable busto de mujer sonriente, pálido y encantador”. En la base tiene tres inscripciones, “una en caracteres chinescos, otra en inglés y otra en francés: La emperatriz de la China.

Recaredo, con el tiempo, ve que su mujer es atacada por la melancolía y que esto se debe a la reina china, que ha puesto en un salón azul. Su mujer tiene celos y es que él ya no la quiere, prefiriendo el objeto. Por fin su mujer destruye el busto de la reina, que ha desaparecido de un pedestal negro y oro y “entre mandarines caídos y descolgados abanicos” se ven por el suelo pedazos de porcelana que crujen bajo los pequeños zapatos de Suzette. El embrujo sobrenatural del objeto perece y los amantes se unen de nuevo.

En “Divagación” del libro Prosas profanas (1896) el poeta se dirige a su amada y le pregunta:

¡Los amores exóticos acaso…?

Como rosa de Oriente me fascinas;

Me deleitan la seda, el oro, el raso.

Gautier amaba a las princesas chinas.

¡Oh bello amor de mil genuflexiones;

Torres de Kaolín, pies imposibles,

Tazas de té, tortugas y dragones.

Y verdes arrozales apacibles!

Ámame en chino, en el sonoro chino

De Li-Tai-Pe. Yo igualaré a los sabios

Poetas que interpretan el destino;

Madrigalizaré junto a tus labios.

Diré que eres más bella que la luna;

Que el tesoro del cielo es menos rico

Que el tesoro que vela la importuna

caricia de marfil de tu abanico.

El poeta busca a una mujer de otro mundo e insiste:

Ámame japonesa, japonesa

Antigua, que no sepa de naciones

Occidentales: tal una princesa

Con las pupilas llenas de visiones,

Que aún ignorase en la sagrada Kioto,

En su labrado camarín de plata

Ornado al par de crisantemo y loto,

La civilización de Yamagata.

La palabra rara “Yamagata” designa a una ciudad de la isla Hondo (la más grande del archipiélago japonés) y también es el apellido del príncipe Aritomo, un famoso militar y político de fines del siglo XIX.

Darío le dedica a María Cay, la amiga de Casal, dos sonetos de Prosas profanas: “Para una cubana” y “Para la misma”. En el primero, el autor afirma una poesía dulce y mística para la cubana que se asoma a la ventana como una visión. Es “misteriosa y cabalística” y puede darle celos a la diosa Diana, “con su faz de porcelana / de una blancura eucarística”. El soneto concluye misteriosamente: “Llena de un prestigio asiático, / Roja, en el rostro enigmático, / Su boca púrpura finge / Y al sonreírse ví en ella / El resplandor de una estrella / Que fuese alma de una esfinge”.

Las imágenes nos conducen a La máquina del tiempo de Wells, al palacio de porcelana china, al fragmento en que el Viajero nota en la esfinge blanca “la sombra de una sonrisa”, expresión que después usan Lilith Lorraine en un poema y Astrud Gilberto en una canción popular. En el segundo soneto, Darío contempla el retrato de María, “La cubana-japonesa”. El aire acaricia y besa “la orgullosa bizarría” de sus cabellos y el poeta confiesa que daría un tesoro del Mikado (es decir, del soberano) por sentirse acariciado por una princesa tan gentil como ella: “Digna de que un gran pintor / La pinte junto a una flor / En un vaso de marfil”.

La flor nos conduce de nuevo a La máquina del tiempo, libro del año anterior al de la publicación de Prosas profanas.

Los japonismos de Casal y Darío forman la base del japonismo de Tablada y Rebolledo. Es de notarse que Tablada incluía ya desde su Florilegio (1904) diversas traducciones de poesía japonesa y poemas suyos con tema oriental.

Continuará…

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AQUÍ puedes leer «La poesía y los dioses» de Lovecraft.

AQUÍ puedes leer «El rey burgués» de Darío.

AQUÍ puedes leer «La muerte de la emperatriz de la China» de Darío.

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Emiliano González

Autor de Miedo en castellano (1973), Los sueños de la bella durmiente (1978, ganador del premio Xavier Villaurrutia), La inocencia hereditaria (1986), Almas visionarias (1987), La habitación secreta (1988), Casa de horror y de magia (1989), El libro de lo insólito (1989), Orquidáceas (1991), Neon City Blues (2000), Historia mágica de la literatura I (2007), Ensayos (2009) y La ciudad de los bosques y la niebla (2019).

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