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LA IGUANA

guía del luto y amuleto

 

Alicia M. Mares

 

“El animal es demasiado grande para escabullirse entre las ranuras de las tablas, como seguramente hacen los alacranes y tarántulas que cada tanto lo visitan. En el suelo, junto a la cama, está el biberón de Georgina que Alfonso guarda en la repisa inferior de la mesa de noche. La iguana lo habrá tirado al pasar.”

 

El makech púrpura

Después de la muerte de su hija Georgina, ahogada por accidente a los pocos meses de nacida, Alfonso no puede hacer otra cosa excepto separarse temporalmente de su esposa y marcharse a Xcalak, donde nadie lo conoce. Sin embargo, no sabe que quizás ese es el único paliativo posible para su pérdida, pues ahí conoce a doña Mirsa, la dueña de un restaurante, quien sabe más acerca de sanar almas que la mayoría de la gente.

Así puede resumirse el argumento de “El descanso de las muñecas”, cuento perteneciente a El makech púrpura (Interior 403, 2022), de Daniela Armijo. Sin embargo, estaría pasando por alto uno de los elementos más importantes del cuento: el rol de las iguanas.

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La presencia de las iguanas

El cuento abre con un evento tan maravilloso y escabroso a partes iguales: una iguana que ha irrumpido en la habitación de Alfonso, rompe el retrato y se lleva la foto de Georgina, pues la imagen se ha adherido a su piel escamosa. Esa foto, junto con el biberón, son los dos únicos nexos que Alfonso se llevó consigo a Xcalak.

En los días posteriores, que consisten en hacer poco o nada (dormir, leer, nadar), donde Alfonso no consigue afrontar su dolor, el hombre se dedica a observar las iguanas que viven en las rocas junto a su cabaña. Establece un tenue vínculo con doña Mirsa, dueña de un restaurante de comida yucateca, y lentamente se va dando cuenta que ella también dirige otra operación desde su restaurante.

Llamarlo negocio sonaría un poco frívolo. No, Alfonso comienza a percatarse —después de tanto ver cómo doña Mirsa nunca le hace preguntas personales, pero que su prudencia y silencio se deben, quizás, a que ya lo sabe todo de él— que varias personas van al restaurante, pero no comen nada. En algún punto, la señora los llama. Les dice que ya es hora.

Después de la muerte de una niña local, Alfonso finalmente llega a una conclusión: doña Mirsa algo sabe de curaciones, muerte y luto, porque a ella acuden los padres que sufren la pérdida de un hijo.

“Siempre hay un amuleto que marca el paso de la vida a la muerte”, le dice Mirsa. Pero el hombre no se atreve a dar el paso, a hacer la pregunta. A preguntarse cuál será el amuleto que marca la separación irreversible entre él y su hija.

Y por lo mientras, las iguanas siguen reposando afuera de su casa, imperturbables.

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¿Heraldo o detonante final?

Dos cosas se han vuelto rutina en la vida de Alfonso: observar a las iguanas desde su casa e ir temprano al restaurante de doña Mirsa y verla afanarse en la cocina.

“Mirsa sentada a la mesa, pelando cebollas o molcajeteando tomates, las piernas estiradas y apoyadas en un banquito por los continuos tormentos de las várices. La piel de sus extremidades, quizá por la corrosión de sol y arena, está cuarteada en todas direcciones, como cuando la sequedad abre la tierra. Sus pulseras y anillos, atravesados cada tanto por la luz, proyectan un resplandor sobre las escamas de los brazos, esos brazos que han recibido a incontables bebés: de su madre aprendió el oficio de partera.”

Es curiosa la semejanza entre Mirsa y las iguanas: la piel de sus extremidades está cuarteada, sus brazos tienen escamas. Otro tenue vínculo se adivina entre estas dos figuras, tan presentes en el cuento, tan presentes en la vida de Alfonso.

Este se hace evidente en la última recta, cuando encajamos temporalmente la anécdota que abre el cuento (la iguana llevándose la foto de Georgina).

Tras este incidente, el hombre se anima por fin a visitar a doña Mirsa en su papel de curandera. De puente hacia la aceptación.

“Es como si toda la casa respirara. Por los pies de Mirsa algo se arrastra. Alfonso tarda en reconocer que es una iguana, casi tan grande como la que ha visto en su cabaña días atrás. Pesada y contundente, supervisa la conversación. Camina y roza con la cola los pies descalzos de su ama. Las dos parecieran estar hechas de la misma piel seca y gris. El lento reptar de la iguana raspa el suelo y el sonido se transforma en un siseo que sale por la boca de Mirsa:

—Ya es momento. Ya es momento de dejarla ir.”

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Daniela Armijo

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La dificultad de dejar ir

En una lectura inicial, es posible formular la hipótesis de que la propia doña Mirsa es cambiaformas; que se convierte en iguana y es ella misma quien le da el empujón a Alfonso para entregar la foto y aceptar la partida de su hija. Cabe la idea de que las iguanas sean aliadas de la señora, extrañas aliadas en su noble misión de ayudar a los dolientes a aceptar una muerte.

Pueden, asimismo, tener un rol más simbólico: son casi omnipresentes en Xcalak, están ahí fuera de la casa, dentro del cuarto, siempre a la vista de Alfonso. Persisten tanto en su vida que bien podrían ser una idea.

Pienso que las iguanas pueden ser la noción —la necesidad que Alfonso no se atreve a reconocer— de aceptar la pérdida de su hija. La dificultad radica en entender que seguir adelante con su vida no es dejar a su hija detrás.

Ya sea que las iguanas sean el heraldo de que es necesario enfrentar el luto o el detonante para hacerlo por fin, su importancia en este relato no puede desestimarse.

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Alicia Maya Mares (Ciudad de México, 1996)

Graduada del 12º Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra y correctora de estilo en formación. Trabaja como redactora en una agencia digital. Ha publicado en la sección “Piensa Joven” del Heraldo de México, en las revistas Marabunta, Colofón, Origami Efecto Antabus, y le lee su columna de revista Palabrerías a sus seis gatos. Creció al lado de un árbol de jacaranda.

Twitter: @AliciaSkeltar

Facebook: @AliciaMaresReading

Instagram: @aliciamayamares

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