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LA RETORCIDA Y EXQUISITA

OBSESIÓN POR LA MUERTE

II

 

Aglaia Berlutti

 

Primera parte

 

La respuesta parece encontrarse en la manera en que nuestra cultura reflexiona sobre la identidad y la circunstancia del absurdo violento, conceptos que pocas veces se analizan y que tienen un considerable peso sobre la mirada de la violencia o cómo se asimila. La idea no es novedosa: ya para el año 1893 la figura de “Jack el Destripador” era una leyenda siniestra en la Londres Victoriana, tanto como para que grupos de curiosos recorrieran los lugares emblemáticos de sus crímenes. En 1900, Mitre Square —el lugar en que, según todas las versiones, descuartizó a Catherine Eddowes— ya se encontraba entre los sitios más visitados de la ciudad. La calle estrecha, oscura y extrañamente tranquila se convirtió en un recorrido casi obligatorio para los amantes de lo morboso: cientos de supuestos investigadores (decididos a desentrañar los misterios de los crímenes de Whitechapel) atravesaban la calle de un lado a otro, en un intento de comprender el comportamiento, las motivaciones o incluso el misterioso objetivo de “Jack el Destripador” al matar. A otros les atraía el absurdo de lo ocurrido. Para la gran mayoría de los visitantes se trataba de una especie de compulsión voyeurista: hubo crónicas y relatos publicados en numerosos periódicos y revistas sobre la “atmósfera inquietante” de los lugares escogidos por el destripador para perpetrar sus crímenes, y para 1915 se llegó a ver hombres disfrazados con ropas victorianas que intentaban imitar su trayecto desde el horror hacia el olvido. Londres entera parecía desconcertada por el poder de una de sus historias terribles, pero también fascinada por sus implicaciones. Una especie de vuelta de tuerca sobre la violencia como espectáculo público, algo que Londres disfrutaba y asimilaba desde su fundación. Durante siglos, las ejecuciones se llevaban a cabo en la vía pública y eran espectáculos colectivos, destinados a un objetivo moralizante o sólo la diversión. Para 1810 había filas de cadáveres colgando en las orillas del Támesis y la muerte era parte del paisaje londinense.

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¿Es suficiente esa explicación para comprender la obsesión pública que despertó en Londres los crímenes de “Jack el Destripador”? Tal vez no lo sea tanto, cuando se medita sobre los motivos del fenómeno en otras partes del mundo. Al otro lado del océano, EEUU ha estado obsesionada con la muerte, la tortura y el horror buena parte de su historia, aunque sólo recientemente el fenómeno sea medible y cuantificable. La figura inquietante de Lavinia Fisher aterrorizó entre 1800-1819 a buena parte del país, luego que se descubriera que había asesinado a puñaladas a más de 100 personas en una posada en Carolina del Sur, cerca de Charleston. Corrieron ríos de tinta sobre los crímenes que cometió, pero también la posada se convirtió en un atractivo turístico para la región.

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Lo mismo ocurrió con Mary Jane Jackson —la controvertida “Madame Bricktop”—, que en 1860 desfiguró y mató a cuatro hombres en Nueva Orleans. De nuevo cundió el asombro y el miedo, pero también la curiosidad sobre sus asesinatos. En la actualidad, la ciudad aún recuerda su historia con vicios de leyenda.

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La envergadura de fenómenos como el interés alrededor de los asesinos en serie actuales tiene algo de devoción, un poderoso y siniestro magnetismo que convierte al criminal no sólo en el rostro visible sobre cierto culto hacia lo temible sino también en una figura directamente atractiva. Los libros, películas, series e incluso musicales sobre el tema encumbran al asesino —a pesar o a despecho del dolor de las víctimas y sus familiares—, además de convertirles en una metáfora sobre nuestra época. Como si se tratara de una dura versión de la realidad, los crímenes y la personalidad del asesino en serie se encuentran emparentados directamente por una atracción irremediable por la violencia extrema. Claro está, la concepción se lleva a cabo desde una distancia considerable y segura: el asesino tiene la misma cualidad hipnótica de un animal enjaulado particularmente peligroso. Un monstruo con rostro humano que nos permite analizar a la distancia —y sin riesgos— los peores rasgos de nuestra cultura y, quizá, la mente del hombre. ¿Pero es suficiente esa explicación para comprender el impacto del culto alrededor del asesino en serie? ¿La necesidad de llevarle a un estadio en que se le coloca como objeto de estudio bajo la lupa de la mirada analítica?

Se trata de una fantasía elaborada y compleja que Occidente mantiene sobre el pedestal de una cauta reflexión. Después de todo, es sencillo analizar elementos sobre la violencia, el poder, el género y el miedo a través del impulso criminal de un asesino que se encuentra detrás de las rejas. Pero el fenómeno abarca mucho más: la obsesión de la cultura pop por los asesinos en serie también tiene un ingrediente de singular predilección por la deshumanización y el morbo. Las fotografías de los crímenes se miran con ojo crítico, mientras se intenta comprender por qué un hombre en apariencia común planeó y cometió asesinatos de considerable crueldad.

Cuando Ted Bundy llegó a las pantallas de EE.UU. se convirtió en una celebridad inmediata: se habló que su figura carismática, atractiva y seductora era la de un depredador humano, reconstruido para el paladar de nuestra época. Un monstruo de pesadilla, versionado para una época cínica y con el rostro de un hombre de considerable belleza. Ted Bundy se convirtió en metáfora de lo improbable y lo impensable. No sólo por su extrema crueldad y violencia, sino por el hecho que logró pasar desapercibido durante años. Había sido el amante de una mujer con una hija pequeña, que jamás sospechó que el hombre que dormía a su lado asesinaba con cierta frecuencia a mujeres de su edad (e incluso con su apariencia física). ¿Qué significaba eso? En los programas de televisión de la época se debatió la capacidad camaleónica de Bundy, se mostró su fotografía sonriente para dejar en claro que ese era el rostro de un asesino, aunque pareciera del todo improbable. ¿Qué podría comprenderse sobre el tema? Al final, la relación entre el miedo y la sorpresa —una perversa fascinación— es evidente: el asesino en serie que Bundy encarnó era una arista del terror convertido en un elemento cotidiano. Un hombre educado bajo la limpia moral norteamericana convertida en su anatema y su contradicción. Una celebridad instantánea que mostraba el rostro oscuro de la cultura del consumo.

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Concluirá…

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión.

Desobediente por afición. Ácrata por necesidad.

@Aglaia_Berlutti

TheAglaiaWorld 

 

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