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NUNCA CONFÍES EN UN ÁNGEL

III

 

Macarena Muñoz Ramos

Primera parte

Segunda parte

 

 

Te persignaste besando amorosamente la señal de la cruz. Estabas arrodillada y después te sentaste en la orilla de tu camastro. Quieta, muy quieta, aguardando. El convento empezaba a ponerse en paz, a recogerse en la gracia del Señor. Pero tú aún no ibas a dormir. Era imposible estando tan ansiosa. Así habías estado todo el día. Más aún porque llovió desde temprano. Y ese llanto que escapaba del cielo era el mejor mensajero. Lo sabías muy bien. Suspiraste. Afinaste tu oído. Las celdas poco a poco se iban cerrando a cal y canto. Y la única luz en todo el edificio era la de tu vela. Estabas lista. Terminaste tus oraciones encomendándote a tu ángel de la guarda. Sabías que eso le gustaba a él. Era parte de sus enseñanzas. Con él aprendiste a rezar. Aunque no le agradaba que lo hicieras todo el tiempo. No eran celos, pero él quería ser el único que ocupara tus pensamientos.

 

-Mariángeles… Mariángeles…

 

Te llamaba con su voz suave y amorosa. La misma de siempre. La misma que cuando eras niña te ayudaba a dormir y no permitía que las pesadillas se apoderaran de tus sueños. La única que te consolaba cuando extrañabas a mamá  y papá. Cerraste los ojos y una brisa tibia recorrió tu celda, provocando que titilara la vela. Jugueteó con tus pies desnudos, después te envolvió toda. Allí estaba él.

 

-¡Jaichim, amor mío!

 

Todo el día esperaste ansiosa su visita. Pocas veces venía a ti en carne. Aunque su espíritu estaba siempre contigo: cuidándote, aconsejándote, guiándote. De nuevo suspiraste. Ahora él acariciaba las pequeñas protuberancias que tenías en los extremos superiores de los omóplatos. Apenas se notaban debajo de la ropa, pero al tacto eran evidentes. Mamá te decía que eran los restos de tus alas. ¿Entonces nosotros éramos ángeles? Mamá no respondía. Hablar de ángeles con ella era imposible. Eludía el tema. Pero ella no tenía esas protuberancias. Su espalda era lisa. Dijo que se te quitarían cuando crecieras. No fue cierto. Jamás desaparecieron. Y Jaichim las besaba con total ternura. Mientras tanto, tú mantenías los ojos cerrados. Sonriendo dichosa.  Podrías recibir los besos de Jaichim todo el tiempo. Toda la vida. Y él te aseguró que así sería. Por eso te recomendó que aceptaras la decisión de tía Regina: debías profesar para limpiar las culpas de mamá. Pero en realidad, ella quería deshacerse de ti. Estaba segura que tú también eras una bruja. Y esperaba que en el convento pudieran alejar de ti al Maligno. Está bien. Tú no te opusiste. Entre las dominicas nada más serías para Jaichim. Nunca la esposa de Dios. Eso sólo lo aparentarías. De tu alma, de tu corazón y de tu cuerpo, nadie podría arrancar a Jaichim.

 

-¡Cuánto te amo, Mariángeles!

 

Jaichim se arrodilló ante ti, tomó tus manos entre las suyas y las besó fervorosamente. Entonces abriste los ojos y lo viste como siempre se aparecía: alto, muy delgado, pálido, de cabello largo más abajo de los hombros y vestido todo de negro. Sus ojos grises brillaban tanto que podrías verlos en la oscuridad. Era tan bello. Te atrajo hacia él y te ayudó a ponerte de pie. Se abrazaron. Había tanta fuerza en ese cuerpo que parecía tan frágil. Luego empezó a acariciarte por debajo del sayo para dormir. Mientras lo hacía, te hablaba en una lengua extraña que era dulce al oído. Que te llenaba de amor. Besó tus labios, apenas rozándolos. Era como si sólo buscara beber tu aliento. Tú te consumías en una fiebre que amenazaba con asfixiarte. Ya no eras consciente de lo que hacías o decías. Sólo te maravillaba la sabiduría de carne que Jaichim te prodigaba en cada caricia, en cada beso, que abría tu cuerpo únicamente para él.

 

Continuará…

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macarMacarena Muñoz

Vampira estudiosa de su especie. Cazadora de los alientos de la noche para construir historias de un mundo distinto al que habita.

macvamp.blogspot.com

@MacVampMM