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NUNCA CONFÍES EN UN ÁNGEL

VI

 

Macarena Muñoz Ramos

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

Quinta parte

 

 

Te sentías sucia. Tantas manos y tantas miradas habían escudriñado tu cuerpo. Arrancando sin compasión la inocencia que cubría tu piel marfileña. Buscaban la señal. La marca que indicara que pertenecías al Maligno. Que sólo a él servías. Habían hurgado en todos tus rincones. También te pincharon la lengua, las orejas y los pezones. Asombrado, el Santo Oficio comprobó que no sangrabas y que ya habías tenido contacto carnal. Mucho después repararon en las protuberancias que tenías en la espalda. Realmente lo único que les importaba era poseerte, sobraba la acusación por brujería. De cualquier modo, ya los habías hechizado con tu belleza. Esos hombres escondían su bestialidad en el Santo Oficio, en la iglesia. El salón donde te interrogaron apestaba a pecado y a sufrimiento. En medio de las risotadas y los insultos, creíste desmayarte. Te habías obligado a hacerlo. Era mejor que soportar tanta humillación y ultraje. Tanta vergüenza. Te lastimaban a propósito. Los jueces y sacerdotes parecían fieras que jugueteaban con su presa antes de devorarla. ¡Dios! Tuvieron que sacarte arrastrando de aquel infierno entre dos guardias, que no desaprovecharon la oportunidad de manosearte. Ojalá te hubieran matado. El dolor y la vergüenza te consumían.

 

El calabozo donde te encerraron era húmedo, maloliente, oscuro y lleno de ratas. Con frecuencia las sentías correr entre tus pies. Todo el tiempo lo pasabas abrazando tus rodillas, para tratar de calentar tu cuerpo marchito. Tiritabas de frío, pues sólo llevabas puesto el sayo para dormir. A veces escuchabas abrir o cerrar los portones de los demás calabozos. Las voces burlonas y déspotas de los carceleros. Los gemidos y las súplicas de los condenados. Aun así, tratabas de mantenerte lúcida, aunque era casi imposible. Habías perdido la cuenta del tiempo que llevabas encerrada. Primero en un calabozo del convento. Después en este del Santo Oficio. Pero no parabas de rezar. Suplicando tener la fuerza de Jesús para soportar tanta infamia, tanto castigo. Sin embargo, las oraciones perdían su forma original y se mezclaban unas con otras. Al final, se convertían en lamentos sagrados. A veces, sólo deseabas morir, desaparecer. De cualquier modo, él ya no vendría a ti. Ya no se compadecía. No le importabas más. Había permitido que profanaran tu cuerpo. Sabías que esta vez no te perdonaría. Tú tampoco. Él causó la muerte de mamá. La abandonó, hundido en su orgullo. Lo mismo estaba haciendo contigo. Entonces, mejor sería morir en la gracia divina del Señor. Tarde o temprano irías a la hoguera y debías arrepentirte de tus pecados. Pero, ¿cuáles? Tú no habías causado el accidente de Verónica. Tú no eras una bruja. Sólo amabas a Jaichim, y eso no era pecado.

 

El convento perdió la serenidad que lo caracterizaba. Las dominicas cuchicheaban entre ellas todo el tiempo. Elaborando hipótesis descabelladas, pues eran el centro de atención de la iglesia y de la sociedad. Además, la pronta recuperación de Verónica levantó sospechas que involucraban a Dios y al Maligno al mismo tiempo. Ahora, los estallidos de fe de Verónica eran más frecuentes y vigorosos. Aunque intentaran mantenerla lejos de la iglesia, al menor descuido la descubrían de rodillas ante el altar principal, con los brazos abiertos en cruz y la mirada perdida, susurrando oraciones sin pausa. En verdad inspiraba miedo. Las dominicas huían de ella. Nadie la enfrentaba. Verónica se perdía en ese estado, pues se negaba a creer lo que las monjas comentaban: María de Todos los Ángeles no era una elegida, mucho menos una mensajera. Verónica estaba llena de fe, era una fiel devota, una humilde sierva. María de Todos los Ángeles era una criatura de Satanás que no podía estar tocada por la gracia de Dios. María de Todos los Ángeles estaba maldita y debía morir.

 

La Madre Superiora salió de la iglesia. Tenía el rostro cenizo, el cejo fruncido y meneaba negativamente la cabeza. Los acontecimientos recién ocurridos daban mala reputación al convento de Santa Catalina de Siena. Había que hacer algo, y pronto. De lo contrario, las benefactoras empezarían a retirar su ayuda. Y el Santo Oficio no dejaría en paz a la congregación.

 

-Dice el padre Bocanegra que el Santo Oficio aún no determina qué va a hacer -dijo la Madre Superiora, uniendo sus manos como si fuera a rezar. Luego dejó escapar un breve suspiro. De algún modo conocía las razones por las que podrían retener a María de Todos los Ángeles: era muy joven, bonita e inocente. La presa perfecta para los inquisidores, y el padre Bocanegra, a pesar de ser el confesor de la orden, no abogaría por nadie más que por él mismo.

 

-Vuestra grandeza perdone lo que voy a deciros, pero María de Todos los Ángeles no es ningún demonio, tal vez por eso aún no la condenan -Sor Elena caminaba junto a la Madre Superiora, y cuando dijo lo anterior, se sintió intimidada por la forma como la miró la monja. Sin embargo, continuó:-. Madre, os lo aseguro, esa chiquilla está tocada por Nuestro Señor, hay que recordar las protuberancias que tiene en la espalda… ¡Es un ángel vuelto carne!

 

-¡Sor Elena! -la Madre Superiora se detuvo de repente- ¡No blasfeme! Qué ángel ni que nada, sólo Dios y su Dulcísimo Hijo Jesús nos han enviado esta señal. No porque seamos elegidas, sino para advertirnos que estamos a merced de Satanás -se persignó-. El Maligno ha logrado entrar en nuestro santo recinto y se ha manifestado con descaro… Vuestra persona ha sido testigo.

 

Sor Elena recordó lo que ocurría cada mañana en la iglesia, en el refectorio y en cualquier parte del convento. Algo se apoderaba de los objetos, dándoles vida propia. Pero seguro que había una explicación lógica. Para ella, todas eran señales divinas. Para que las dominicas abrieran los ojos y se dieran cuenta que, entre ellas, Dios tenía una enviada. Sor Elena tomó aire y con dos zancadas alcanzó a la Madre Superiora, quien siguió caminando. Pensó muy bien lo que iba a decir. Quizá cometería una imprudencia, pero estaba convencida.

 

-¡Madre, os lo suplico! ¡No condenemos a una criatura inocente!

 

-¿Cómo os atreveis a pedir eso? -parecía que la monja escupía veneno- ¡Ella es hija de una bruja! Dios perdone a su tía por haberlo ocultado, pero ella misma se arrepiente y solicita que se haga lo necesario para que ese pequeño demonio pague sus culpas.

 

Desesperada, Sor Elena se arrodilló delante de la Madre Superiora.

 

-¡Os lo ruego, Madre! -dijo con lágrimas en los ojos.

 

-¡Dios nos ampare! ¡La influencia del Maligno se ha apoderado de nosotras! -y se persignó horrorizada.

 

Dormir. Morir. No volver a despertar jamás. Que el aire no duela al respirarlo. Y los pulmones escupan de una buena vez cualquier hálito de vida. El dolor se transforma en láudano que adormece la sensación de poseer brazos inermes y piernas dobladas en ángulos torcidos como una muñeca rota. El rostro anegado de lágrimas viejas. Las manos que arden como si hubieran acariciado brasas. Y los latigazos aún se escuchaban por todo el calabozo. Treinta y tres, setenta y dos, noventa y nueve. La cuenta se perdió cuando el padre Bocanegra se entregó al suplicio de la lujuria y su creador el deseo. En algún momento, apareció ante ti como una sombra difusa. No sabías cuánto tiempo llevaba en el calabozo. Ni por qué llevaba una jarra en las manos. En cuanto despertaste, él se puso en cuclillas a tu lado. Casi por instinto estiraste las manos. Ansiabas un poco de agua, pues tenías la garganta seca. Hacía mucho que la saliva desapareció. El padre Bocanegra te lanzó el contenido de la jarra al rostro. Tú lo bebiste ávidamente. Pero era vinagre. El sacerdote rió a carcajadas y se abalanzó sobre ti, arrancando los restos del sayo. Te manoseó con urgencia mientras te besaba, dejando rastros de abundante saliva por todo tu cuerpo. Querías escapar de él, pero apenas tenías fuerzas para retorcerte entre sus brazos. Debías huir de esa bestia. El sacerdote te llamaba todo el tiempo Maldita hija de Satán. Al poco rato, sus besos dieron paso a los dientes, y tú sentías que te arrancaba trozos de piel. Que te dejaba en carne viva. El sacerdote estaba enloquecido, mucho más que cuando fuiste presentada ante el tribunal del Santo Oficio. Te deseó desde el primer instante, desde que escuchaba tus confesiones de pecadillos bajo el refugio del confesionario. El eco de tu voz susurrante lo estremecía. Cuánto deseó hacerte suya entre la penumbra. A partir de entonces, decidió que sólo serías para su propio y exclusivo gozo. Ahora, como autoridad del Santo Oficio, te tenía completamente bajo su poder. Iba a retenerte el tiempo que fuera necesario, hasta que se saciara de ti. Tú serías la vía de comunicación con el Maligno, a quien ansiaba enfrentar cara a cara. Las acusaciones en tu contra habían sido asombrosas, y él creyó todas y cada una. Él ordenó que te golpearan para obtener tu confesión, aunque no era necesario. Sólo quería provocar la presencia del Maligno. Y justo en el momento en que te sometía, clamaba verlo. Estaba seguro que mancillándote sería digno ante sus ojos.

 

-¡Satanás, padre mío, no me abandones! -gritaste fuera de ti.

 

El padre Bocanegra salió impulsado hacia el otro extremo del calabozo y se estrelló en la pared. El impacto fue tan grande que los carceleros abrieron el portón, aunque sin atreverse a entrar. Tú te levantaste del suelo tan rápido como pudiste sin quitarle los ojos de encima al padre. Respirabas con dificultad y te sentías mareada, pero algo más fuerte que tú te obligó a seguir adelante. El padre también se puso de pie con el rostro retorcido en una mueca parecida a una sonrisa de triunfo y asombro. Tú cerraste los puños mirando la cruz que colgaba de su cuello. Era del tamaño de una mano abierta, de oro puro, lo mismo que la cadena tan gruesa como un dedo. El padre acortaba la distancia que los separaba. Pero en un momento dado, una mano invisible sujetó la cadena y tiró de ella con fuerza hasta que empezó a estrangularlo. El padre Bocanegra se retorcía tratando de liberarse. Los carceleros no se movían de sus lugares.

 

-Oh, Jesús mío, por el aborrecimiento que de mis pecados tuvisteis en el huerto de Getsemaní, dadme un verdadero dolor de todos ellos…

 

Esa no había sido tu voz, como tampoco fueron tuyas las carcajadas que no pudiste contener. Los carceleros se persignaron aterrorizados… ¡Es un demonio!, gritaron. Mientras, el sacerdote caía de rodillas, luchando por su vida. Tú reías. Gozabas con la misma intensidad del sufrimiento de ese hombre. Estaba a punto de morir. Entonces, percibiste un intenso aroma a nardos que invadió todo el calabozo. La risa se esfumó de tu rostro. El temor regresó a ti y corriste a refugiarte en un rincón. Te cubriste las orejas con las manos para no escuchar la melodía que de sobra conocías. Pero te desvaneciste cuando una voz muy suave, una voz sensual de hombre te pidió:

 

-¡Ámame, Mariángeles! ¡Ámame!

 

Dolor. Dolor tan frío como el viento que ronda las tumbas te recorría toda. Recobraste el conocimiento, pero tus párpados se negaban a obedecer. Así que permaneciste con los ojos cerrados. Pero escuchabas todo lo que sucedía a tu alrededor: un par de voces nerviosas que rezaban en voz baja al mismo tiempo que mascullaban insultos. Los hombres, a quienes pertenecían esas voces, te atan las manos por encima de la cabeza. Otra voz ordena. Después, latigazos impacientes contra el suelo. Los hombres te ponen de pie y te lanzan contra la pared. Enganchan la soga que sujeta tus manos a una saliente de metal en la pared. Pasos que se alejan. Luego recibes el primer latigazo en tu espalda desnuda. Te estremeces. Después otro, uno más. Ni siquiera puedes dejar escapar la angustia por tu boca. Tus gritos enmudecieron. ¡Maldita! ¡Maldita hija de Satanás! Lo que parece una blasfemia se torna plegaria de tanto repetirla. El dolor es una corriente de hielo que te adormece. Los latigazos aumentan. Lo mismo que la respiración de quien se regocija castigándote. Tiene el resuello de un caballo que ha corrido muchas leguas. Al poco tiempo, un grito desesperado. Un grito que clama salvación en medio de la condena. Dolor y gozo unidos penosamente. La semilla del padre Bocanegra se esparce en su inmaculado hábito dominico. Luego un suspiro hondo. El padre se acerca a ti y deposita besos mustios a lo largo de tu espalda. Por último, castamente, besa las protuberancias que tienes en los extremos de los omóplatos y murmura:

 

-Ten piedad de mí, oh Dios, según la grandeza de vuestra misericordia y según la muchedumbre de vuestras bondades, borra mis pecados, porque yo reconozco mi maldad. Amén.

 

Continuará…

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macarMacarena Muñoz

Vampira estudiosa de su especie. Cazadora de los alientos de la noche para construir historias de un mundo distinto al que habita.

macvamp.blogspot.com

@MacVampMM