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NUNCA CONFÍES EN UN ÁNGEL

VII

 

Macarena Muñoz Ramos

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

Quinta parte

Sexta parte

 

 

Tratabas de rezar. Pero ya ni siquiera tenías aliento para susurrar. Así que mentalmente repetías las oraciones hasta que caías inconsciente. Algunas veces abrías los ojos sólo para darte cuenta de que aún permanecías en el calabozo. ¿Cuándo llegará la muerte? ¿Cuánto falta para ir a la hoguera? Pobre mamá. Fue mejor que no recobrara la cordura. Y a pesar de todo, también deseó morir. Mamá. Quisiste llorar, pero ya no tenías lágrimas. Tu cuerpo se estaba secando por dentro. Tal vez así arderías más rápido. Dejaste de rezar. Algo parecido a un suspiro escapó de tu pecho. La oscuridad que te rodeaba era casi completa. Sin embargo, una luz empezó a despejarla. Una luz que aumentaba de intensidad. Con dificultad, abriste los ojos y la imagen del Nazareno apareció ante ti. Era imposible. No podía ser real. Estabas delirando. Y el Nazareno abría los brazos, tenía el rostro limpio de sangre y no llevaba la corona de espinas ni la cruz a cuestas. Se presentaba tal como siempre anhelaste verlo y adorarlo. Sonreía sereno mientras irradiaba tanta paz. Tú la sentiste en tu interior. Parecía que te quitaba el peso que oprimía tu pecho. Eras incapaz de hablar, pero cientos de preguntas se agolparon en tu mente. Casi creíste que tu boca se curvaba en una sonrisa… ¡Pero eso no era cierto! ¡Esa imagen no podía ser real! Cerraste los ojos y el portón del calabozo se abrió. Escuchaste unos pasos que apenas rozaban el suelo. Después unas manos suaves te ayudaron a ponerte de pie. Alguien besó tu frente. No querías, pero abriste los ojos de nuevo. Era Sor Elena.

 

-Mira nada más cómo te tienen, criatura del Señor -y las lágrimas corrieron por su rostro de madonna antigua.

 

Casi no tenías fuerzas para mantenerte de pie. Mientras, Sor Elena te pasaba un paño remojado en agua de rosas que robó a las camareras de Santa Catalina. La hora se acercaba. Pronto serías conducida a la hoguera. Nadie más se atrevió a tocarte. Sólo Sor Elena, quien te adoraba con devoción. Que no paró de llorar todo el tiempo. Con ternura limpió tus golpes, las mordidas, las huellas de los latigazos y los arañazos que no cicatrizaban. Casi maldijo a los que te habían torturado. No se imaginaba que su propio confesor era el principal. Luego te pidió que intercedieras por ella cuando alcanzaras la gloria del Señor. Lo harías en cuanto fueras consumida por el fuego. Tu pureza te llevaría directamente al paraíso. Sor Elena temía al castigo divino por ser parte de aquellos que te condenaron. Después besó fervorosa las protuberancias de tu espalda.

 

-¡Ángel del Señor, perdonadme, os lo suplico! -susurró la monja.

 

Y entre su hábito guardó el paño con el que limpió tu cuerpo. Tenía rastros de sangre que ella estaba segura que serían milagrosos. Los carceleros la apuraron, golpeando el portón. Entonces, te puso el sanbenito, un sayo de color verde repleto de extraños símbolos. Así vestían a las brujas a la hora de su muerte. Tú apenas eras consciente de lo que Sor Elena estaba haciendo. Sólo te dejabas llevar. Habías perdido el habla y las lágrimas. Tampoco sentías dolor. Sor Elena se hincó delante de ti y te besó ambas manos. Y de nuevo apareció la potente luz. Una sensación cálida y pacífica envolvía a tu corazón. Como el día que murió mamá. El Nazareno abría los brazos. Y sus ojos llenos de bondad ya no fueron azules como siempre los habías visto. Se tornaron grises y más brillantes que la luz que lo rodeaba. Su túnica color púrpura ahora era negra.

 

-¡Ámame, Mariángeles! ¡Ámame!

 

Esa voz, esa manera de entonar la súplica. Te llenaba de algo que no podías controlar, que no eras capaz de deshacer en tu interior. Los carceleros entraron comandados por un sacerdote que llevaba una cruz de madera entre las manos y rezaba el rosario. Otros guardias llevaban antorchas. Sólo viste sus siluetas entre la penumbra. Los carceleros te encadenaron las manos. Un trueno cruzó el cielo. Pronto llovería. Era necesario darse prisa. Sor Elena volvió a llorar. La imagen del Nazareno desapareció, pero aún sentías la calidez de la luz que irradiaba. La comitiva salió del calabozo. Al frente el sacerdote, que apenas fue capaz de mirarte a la cara. Luego los carceleros, que casi te llevaban por los aires. Atrás los guardias con las antorchas y Sor Elena rezando y suplicando.

 

Al llegar a la puerta principal te encontraste con el padre Bocanegra, quien te miró de manera malvada y cínica, es más, sonreía. Con las escasas fuerzas que te quedaban, lo escupiste a la cara. Los carceleros iban a golpearte en el estómago, pero el padre los detuvo. Decorosamente se limpió el rostro y ordenó que te subieran a la carreta que esperaba. En la parte posterior habían improvisado una jaula con palos de madera. Apenas pudiste subir, tenías la mirada perdida, y esa voz que siempre te había reconfortado te susurraba al oído que no esperaras más. Que él iba a protegerte, ahora y siempre. Si tú lo decidías, si tú realmente lo deseabas, nadie ni nada los podría separar.

 

La carreta tirada por dos mulas empezó a avanzar con paso lento mientras una fina lluvia caía. Los truenos atravesaban de lado a lado las nubes. Tú tratabas de mantenerte de pie. Pronto te recibió el griterío de la muchedumbre. Algunos te lanzaron piedras y otras cosas. Risotadas, silbidos, aplausos. Todo se repetía. Pero casi no los escuchabas. Menos aún veías a la gente que llenaba ambos lados del camino. Sin embargo, entre la multitud, creías ver al Nazareno aquí y allá. Tras cada parpadeo cambiaba de lugar. Pero siempre te sonreía bondadoso. Una y otra vez te pedía que lo amaras.

 

-¡Jesús mío! Os amo con todo mi corazón, propongo ayudada de vuestra gracia, enmendarme en lo venidero: y ahora miserable como soy, me consagro a vos…

 

El cirio chisporroteó antes de caer al piso. La cera cubría por completo la mano de Verónica, pero ella ni lo notó. Rezaba casi en trance a la imagen del Nazareno. Una chispa de fuego brotó desde los restos del cirio. Después, un trueno hizo estremecer las paredes de la iglesia. Verónica alcanzaba a escuchar el escándalo que hacía la gente. Pronto, muy pronto, María de Todos los Ángeles ardería en la hoguera. Este era el inicio de la tarea de Verónica. Dios Nuestro Señor la iba a recompensar. Y al fin el convento quedaría librado de la presencia del Maligno. Todo gracias a ella. La única y verdadera elegida del Señor. Verónica sonreía satisfecha. Y la iglesia se iluminó completamente. Un rayo había caído muy cerca. Verónica empezó a ser devorada por el fuego que provocó el cirio. Rápidamente se convirtió en una tea humana. Se revolcó en el piso tratando de apagarse, pero ya era demasiado tarde. Nadie escuchó sus gritos. Nadie fue en su ayuda.

 

El rayo había caído en la carreta donde ibas tú. Y en el momento en que todo se iluminó como si el sol hubiera estallado, el Nazareno apareció ante ti, pidiéndote que fueras hacia él. Que dejaras que te cubriera con su abrazo. Tú aceptaste sin evitar un grito, una súplica:

 

-¡Jaichim, amor mío!

 

El fuego consumió a las bestias, al carretero y a todo el vehículo. En medio de la confusión y el espanto, mientras toda la gente trataba de apagar el incendio, algunos pidieron que miraran al cielo. Una silueta humana se elevaba por los aires. Eras tú abrazada a Jaichim, invisible para los demás. El pánico se apoderó de la multitud. Sor Elena se dejó caer de rodillas, riendo enloquecida, afirmando que se trataba de un verdadero milagro. Las dominicas rezaban llenas de terror. Tía Regina, que había deseado tanto la justicia divina, moría calcinada por las llamas que provocó el rayo.

 

Atrás dejaste a la gente, al convento y al dolor, lo mismo que a la angustia. Una paz infinita te inundaba. Tu cuerpo ya no tenía huellas de tortura. Y unos labios tan suaves como el roce de una pluma te besaron. Era Jaichim, quien sonreía. A lo lejos, creíste reconocer el paraíso del que tanto hablaban. A donde todos quieren llegar. Pero Jaichim y tú rápidamente se alejaron hacia un lugar donde ni los mortales ni mucho menos los ángeles de Dios se atreverían a seguirlos. Donde siempre podrían estar juntos.

 

En la muy noble y leal Ciudad de México al quinto día del mes de noviembre de 1653.

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macarMacarena Muñoz

Vampira estudiosa de su especie. Cazadora de los alientos de la noche para construir historias de un mundo distinto al que habita.

macvamp.blogspot.com

@MacVampMM