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NUNCA CONFÍES EN UN ÁNGEL

IV

 

Macarena Muñoz Ramos

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

 

 

Las novicias trabajaban en la huerta. Recogían la fruta cuya venta era una de las mejores ganancias para el convento. Todas aparentaban estar concentradas en su tarea pero reían y jugaban. Y lentamente iban llenando los canastos hechos para la recolección con manzanas, naranjas y melocotones. Tú sólo pensabas en Jaichim. No podías olvidar sus caricias. Su aroma. Tampoco lo pudiste borrar de tu cuerpo. A cada paso que dabas, despedías una fragancia concentrada a nardos. Y aunque estuviste segura de que nadie lo había notado, un incidente que ocurrió después del desayuno te demostró lo contrario. Cuando toda la congregación se retiraba del refectorio, fue inevitable que pasaras junto a esa novicia que tenía los ojillos tan astutos como los de una rata. La misma que todas las mañanas volvía a encender los cirios del Nazareno. Inmediatamente olfateó el aire con la sagacidad de un sabueso. Había distinguido tu aroma. Y su gesto fue tan evidente que llamó la atención de las demás monjas.

 

-¡Madre Superiora! ¡Aquí hay alguna indigna que huele a afeites y perfumes que sólo el Maligno puede otorgar!

 

Las dominicas se detuvieron de repente. Verónica, la de los ojillos astutos, seguía olisqueando el aire mientras se dirigía hacia ti. Tú clavaste los ojos en el rosario que siempre llevaba en las manos. No temías. Estabas furiosa.

 

-¡Vade retro, Satanás! -y cuando Verónica iba a hacer la señal de la cruz delante de ti, se llevó esa misma mano al rostro y con la punta acerada del crucifijo del rosario se marcó una cruz en la mejilla. La sangre empezó a brotar escandalosamente. La herida parecía profunda. Un revuelo de hábitos, de Jesús, María y José ahogados y de voces angustiadas rodearon a Verónica, que no paraba de gritar. De asegurar que ella no podía haberse auto-herido. Que una fuerza demoníaca guió su mano.

 

Para el mediodía el ambiente en el convento aún era de agitación y nerviosismo. Tú te compadecías de Verónica. Las monjas habían vaciado en ella sus temores más ignorantes: primero, le pasaron un saumerio de la iglesia por todo el cuerpo; después, la rociaron con agua bendita. Todo esto para mantener alejado al Maligno. Finalmente, le untaron cebo de carnero con romero machacado para hacerle un emplaste en la herida. Por fin, después de tanta conmoción, Verónica había podido llamar la atención de las dominicas, algo que jamás conseguía ni siquiera flagelándose hasta sangrar o procurando ser descubierta a deshoras en la iglesia, bajo el pretexto de que el Señor la había llamado. Y por esa mañana iba a quedar recluida en la cocina ayudando a Sor Mercedes, pues no podía estar en el huerto. El sol no le haría bien en la herida. Mientras, tú cumplías con tu tarea de recolección. Eras hábil y veloz. Tal parecía que no te costaba ningún esfuerzo arrancar la fruta. Como si las ramas se doblaran con voluntad propia para ofrecerte sus tesoros. Pero sabías que detrás de todo estaba Jaichim. Ya lo habías descubierto, aunque intentaba engañarte. Tú sonreías todo el tiempo. Te encantaba ser parte de sus juegos. También tarareabas la melodía que él te enseñó cuando eras niña. Y Verónica te observaba desde la ventanilla de la cocina. Entre los vapores de las cazuelas y el del pan que se horneaba, tu imagen parecía casi irreal. Sobre todo en ese momento cuando el naranjo te regaló una lluvia de flores de azahar. Aun así, Verónica pudo reconocerte. Lo había hecho desde el primer día que entraste al convento. Tú eras la hija de la bruja que habían quemado diez años atrás un día de San Juan. Verónica estuvo en la plaza de la mano de su madre, que reía a carcajadas cuando  la condenada empezó a arder. Podía recordarte por tu cabello rojizo. Esa era la prueba innegable de que estabas marcada por el Maligno. Roja es la maldad y la blasfemia. Rojo es el color del infierno envuelto en llamas. Rojo es el fuego que nos consume por dentro, que devora nuestras entrañas y nos conduce al pecado. Verónica se persignó. Aunque nadie se hubiera dado cuenta, tú también eras una bruja. A ella no podrías engañarla. Dios y su amadísimo hijo Jesús habían elegido a Verónica para limpiar al mundo de herejes que renegaban de su bendito nombre y de su bendita obra. De aquellos que adoran al Maligno sin reservas. La tarea de Verónica consistía en acabar con todos y cada uno de ellos. Y eso también te incluía a ti.

 

Comenzó a llover. Se avecinaba una tormenta. Las novicias corrieron a guarecerse al convento. Pero tú tomaste tu canasto tranquila y sin prisa. La lluvia no te asustaba. De pronto, te pareció escuchar la voz de Jaichim que te llamaba. Alzaste el rostro hacia el cielo, porque su voz parecía provenir de ahí. Eso fue lo último que recordaste antes de que una luz muy potente, como si el sol hubiera estallado, acompañada de un terrible ruido, te cegara por completo. Al poco rato, notaste que estabas tendida en tu camastro, pero no sabías por qué. Intentaste abrir los ojos y no pudiste. Tampoco moverte. Entonces unos rezos llegaron hasta ti.

 

-Favorecedme, glorioso Arcángel San Miguel, delante del Justo Juez; asistidme en mi última pelea; defendedme del dragón infernal, de la visión y de los engaños del Enemigo…

 

Poco a poco las tinieblas que te rodeaban se iluminaron. Y descubriste a mamá, que se veía más hermosa que nunca. Ataviada con un  vestido de terciopelo verde, un bello tocado en su cabello y ricamente enjoyada de pies a cabeza. Rezaba fervorosa en un reclinatorio individual. Y a su lado, de pie, estaba Jaichim, que la  contemplaba embelesado. Pero mamá no lo veía o no quería verlo. Después, se persignó y se puso de pie, apurada. Apenas había dado unos pasos cuando Jaichim se interpuso en su camino. Sonriente, cínico, desafiante.

 

-Crees amar demasiado al arcángel Miguel, pero siento anunciarte que no vendrá en tu ayuda por más que le supliques. Él sólo vive para contemplar a Dios y para alabarlo -dijo socarrón-. Poco le importa Su obra… Odia a los humanos… Los envidia.

 

Mamá cerró los puños con fuerza. Tú no entendías por qué se enfrentaban ella y Jaichim. Desde que podías recordar, los viste siempre juntos. Jaichim era como el protector de mamá. Todo el tiempo pendiente de ella. Cuidándola, protegiéndola. Y cuando tú lo descubriste, no te dio miedo. Al contrario, desde el primer momento lo habías amado, y él te amaba a ti.

 

-Te enfureces, eso me agrada -sonrió descarado-, pero recuerda, mi amada Antonia: pase lo que pase, esa criatura que llevas en el vientre es mía… ¡Mía y de nadie más!

 

Jaichim sujetó a mamá de los brazos y la sacudió violentamente. Mamá se mordía los labios para no llorar, pero miraba de frente a Jaichim. No se dejaría vencer.

 

-¡Dios es testigo de que esta criatura no puede ser tuya! ¡Que la engendré con Manuel, mi esposo! -gritó desesperada.

 

Las campanas de la iglesia empezaron a repicar. Lenta, muy lentamente. Era el primer toque para llamar al rosario. Jaichim dejó libre a mamá. Después dio un paso hacia atrás y miró el altar donde estaba la imagen del Arcángel San Miguel. Su mirada tenía destellos de odio y rencor.

 

-Tú no puedes procrear, Jaichim… Tú no posees el don que Dios nos otorgó a nosotros… ¡Sólo a nosotros!

 

Mamá trató de sonreír victoriosa. Sus ojos tenían una tonalidad verde más intensa. Respiraba agitada. Había rogado tanto para que Jaichim desapareciera de su vida. Pero no sería tan sencillo. Jaichim la amaba con la rabia de un niño y la desesperación de un ser necesitado. La amaba desde el día que la descubrió en la iglesia rezando al Arcángel San Miguel. Tan bella, tan devota, completamente iluminada por los rayos del sol filtrados a través de un vitral. Mamá parecía una visión angelical. Y Jaichim se sintió identificado.

 

-Sabes que es cierto lo que digo, ¿verdad?… Y te duele más que cualquier herida que hayas sufrido -mamá se acercó más a Jaichim, desafiándolo-. Pobre Jaichim, pretendiendo ser más y mejor que los humanos -se burló.

 

-¡Lo soy y lo seré siempre! ¡Bastante te lo he demostrado! -Jaichim estalló alzando más la voz. La ira se apoderaba de él-. Recuerda, Antonia, yo te conocí como mujer antes que tu esposo… Me perteneces, ¡eres mía! Yo te he dado más de lo que cualquiera siquiera imaginaría… Más que ellos -señaló al Arcángel y a Cristo crucificado.

 

-¡Yo no te pedí que me amaras! ¡Jamás lo hice! -dijo mamá aterrada.

 

-Tienes razón, pero siempre lo deseaste -Jaichim se acercó a ella y casi le susurró al oído-. Anhelabas que alguien como yo te amara y te revelara la gloria de Dios.

 

Mamá temblaba. Enmudeció de pronto. Era como si Jaichim le hubiera arrebatado la voz para siempre. Y tú eras testigo de su lucha, y te dolía. Además, estabas percibiendo toda su angustia y todo su arrepentimiento. Pero ya era demasiado tarde.

 

-Mi amada Antonia -Jaichim acarició la mejilla de mamá con el dorso de la mano-, nunca te voy a abandonar, ¿no lo entiendes? Estaremos juntos hasta el final de los tiempos, pero… -suspiró- si tú ya no deseas que esté más a tu lado, si por un momento has deseado que me aleje… hay alguien que podría ocupar tu lugar. Sabes a quién me refiero, ¿no es cierto?

 

Jaichim sonrió y mamá casi pierde el aliento. Se llevó las manos al vientre y estrujó su vestido desesperada.

 

-Puesto que ahora me rechazas con la misma devoción con que me invocaste, Antonia mía, entonces volcaré todo mi amor hacia tu hijo… Aunque te atrevas a asegurar que yo no lo engendré, desde ahora te advierto que será a mi imagen y semejanza. Yo seré su guía y su maestro, le enseñaré todo lo que sé y aún más. Será mi compañero y mi amante… Y tú no lo podrás evitar.

 

No, no podía ser cierto todo lo que escuchabas y veías. ¡Dios! ¿Por qué presenciaste aquello?… Jaichim no podía amarte por despecho.

 

-¡Maldito seas, Jaichim! ¡Maldita la hora que creí tus engaños y promesas! ¡Que creí que eras un enviado de Dios!… ¡Maldito el día que te amé y me entregué a ti!… Tú no eres un ángel.

 

Mamá salió corriendo de la iglesia. Tenía los ojos arrasados de lágrimas y la perseguían las carcajadas de Jaichim y el repicar de las campanas, que parecían enloquecidas. Tú te morías de angustia. Querías gritar, correr detrás de mamá para consolarla. Querías encarar a Jaichim. Y despertaste. Te faltaba el aire y estabas bañada en sudor. Apenas recobrabas el sentido y descubriste a unas monjas a los pies de tu camastro. No sabías qué ocurría y Sor Elena se acercó a ti, sonriente, llena de júbilo, agradeciendo a Dios por haber escuchado sus ruegos. Hablaba sin pausa y nerviosa. Luego notaste que a tu alrededor flotaba un penetrante olor a chamusquina, como cuando se consumen los últimos restos de una vela.

 

-¡La mano misericordiosa de Nuestro Señor te protegió, María de Todos los Ángeles! Él desvió el rayo hacia el árbol para que no te cayera a ti -dijo Sor Elena, besándote la frente-. Claro, la lumbre te alcanzó un poquito, pero pronto vas a estar bien.

 

Te pasaste una mano por la cabeza. Tenías el cabello más corto. No importaba. De cualquier modo ya te habías cortado la larga trenza. Revisaste tus brazos y tus manos. Estaban enrojecidos y te ardían un poco. Cuando las dominicas que rezaban notaron que estabas mejor, que al menos ya habías recobrado el conocimiento, se retiraron silenciosamente. Sor Elena te dio palabritas de consuelo mientras te ayudaba a comer un caldo de pollo a cucharadas. Eso era un verdadero lujo para las monjas tan austeras en su alimentación. A pesar de todo, sonreíste. Hacía mucho que nadie te consentía tanto. Sor Elena era la única monja cariñosa contigo. Pronto terminaste de comer, pero Sor Elena no te permitió levantarte. Debías reposar. Así que permaneciste el resto de la tarde recostada en tu camastro. Sin que pudieras alejar de tu pensamiento la escena que atestiguaste. Poco después te diste cuenta de que no sentías la presencia de Jaichim. ¿Dónde estaba? Cerraste los ojos mientras tarareabas la melodía que te enseñó. A veces así lo invocabas. Pero no apareció. Sor Elena había dejado tu puerta entreabierta y alguien se asomó por ella. Allí estuvo varios momentos sin hacer ruido. Te observaba. Tú lo notaste y, al abrir los ojos, te encontraste con otros tan astutos como los de una rata.

 

-¡Dios y Salvador mío, yo enseñaré vuestros caminos a los malos y se convertirán los impíos! -murmuró una voz entrecortada.

 

Era Verónica, y tal como lo deseaste, la puerta de tu celda se cerró de golpe contra su cara. Verónica se echó a correr, rezando a gritos como desquiciada. Tú sonreíste.

 

Continuará…

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macarMacarena Muñoz

Vampira estudiosa de su especie. Cazadora de los alientos de la noche para construir historias de un mundo distinto al que habita.

macvamp.blogspot.com

@MacVampMM