APUNTES JAPONISTAS
XI
Emiliano González
Parecidos a Tablada y a Lugones, otros modernistas se acercan al Japón buscando carne y espíritu y encontrando tierra y cielo, lodo y estrellas, como en el poema del inglés Le Gallienne, “El decadente a su alma”. En los versos de este poema y en los de “Belleza maldita” (sobre una joven que atrae insectos y otros seres silvestres) el autor logra el mismo resultado terapéutico que logran los cuentistas de horror. Maupassant se entrega al japonismo macabro en su cuento “El inglés”, en que un cazador de animales y de hombres tiene un panel en su comedor adornado con seda negra, bordado con grandes flores doradas, brillando como flamas, dispersas sobre el sombrío material japonés. En medio del panel se ve un objeto horrible: la mano de un enemigo suyo, no la de un esqueleto, pues es negra y disecada y con articulaciones amarillas y músculos desnudos, y en éstos, vestigios de sangre vieja, dando impresión escamosa, Sobre los huesos y alrededor de la muñeca hay una cadena de hierro remachada al sucio miembro y sujeta a la pared por medio de una argolla. La mano estrangula al cazador y él se queda con un dedo de la mano entre los dientes, como en el cuento de Bierce “Los ojos de la pantera”, en que el cadáver de una mujer muerde la oreja de una pantera que lo ataca y se queda con un pedazo de oreja entre los dientes, recordándonos los casos registrados por Michael Ranft en su libro De masticatione mortuorum in tumulis (1728). En el cuento “El guantelete”, del modernista mexicano Ciro B. Ceballos, hay una variación original del tema de la mano de Maupassant.
Cierto sorpresivo cuento de miedo japonés, sobre un pintor de gatos obsesionado, muestra genuina afinidad con Eleusis, pues el artista pinta gatos para que éstos chupen la sangre de una rata demoniaca gigante, así como en los misterios eleusinos las “Kerés” o vampiresas chupaban la sangre de los guerreros-lobos. En el cuento japonés, el pintor ignora que su obsesión por los gatos implica aniquilación de la gran rata: primero ésta es hallada muerta y luego los hocicos de los gatos pintados chorrean sangre.
En Japón, el gato-vampiro puede ser justo pero también puede ser injusto, como lo demuestra otro cuento de miedo, sobre un monstruo felino que chupa la sangre de la concubina de un príncipe, monstruo que ocupa el lugar de ella, hasta que es descubierto y liquidado. “¿Los murciélagos comen gatos, o al revés?”, nos preguntamos, como Alicia de Carroll, ante estos cuentos vampíricos japoneses.
Antes de consagrarse a la literatura fantástica en los cuentos de La canción de la lluvia (1920), el mexicano Guillermo Jiménez presenta algunos cuentos de amor y de misterio en La de los ojos oblicuos (1919), libro que incluye un cuento con el mismo título. El poema “Horóscopo” del libro Agenda (1946) de González León muestra afinidad con Jiménez: “Descendía la tarde callada y leda, / atisbando las frondas de la arboleda /con miradas oblicuas de niponesa.” En el cuento que da título al libro, Jiménez se vuelve el autor imaginario, que en una barca rema con un amigo para gozar el fuego del sol, el azul del cielo, el zafiro del lago, el verde y el aroma del bosque. De pronto el amigo ve una silueta femenina paseando por la orilla del lago y cuando el autor dice que puede presentársela el amigo se niega, prefiriendo “la emoción inquietante del misterio”. Dice que los ojos de ella, tan atractivos, “parecen de ícono sagrado”. Esos ojos raros y admirables son de una mujer sin nombre, a la que el amigo llama “la de los ojos oblicuos” y sigue remando, “jadeante, bañado de sol”, y en las frondas se oculta la silueta musical de la querida del autor, “haciendo girar sobre su hombro la roja sombrilla, abierta cual una gigante flor”.
La de los ojos oblicuos va acercándose gradualmente al autor y en el onceavo cuento, “Grageas”, ya está desnuda entre los cojines y “tiene las soberbias ondulaciones de una preciosa gata de Angora”. El autor dice que es “una visión de Eleusis”. Ella dice que siente que la besan diez mil bocas. El autor escribe en la primera página de un libro de Villiers de l’Isle Adam: “Hoy es el primer aniversario que mis labios supieron de los labios de la de los ojos oblicuos.” Y añade que el amor envejece. El autor conoce, en el circo, a otra mujer, Miss Dresser, de pelo dorado, y se hace amigo de ella, que en una tarde de invierno, llena de spleen, trae un ramo de rosas en “las quirománticas manos”. Se despide de él, que ve en el fondo de sus ojos violetas otros ojos, “crueles ojos oblicuos” que ha cerrado incontables veces, amorosamente, con sus besos. En “Diálogos furtivos” el autor ve a su amada con otro hombre, que le pregunta si él es el único al que ha besado y ella dice que sí. Una amiga a su lado comenta que el cielo está muy azul, y “el sol se deshace en polvo de oro.”
El amor de ellos ha sido el de unos “bobos, inconscientes, alegres”, como “pájaros perdidos” que en cada rama han cantado “un himno triunfal a la luz dorada del sol.”
Por último, en el cuento titulado “Serenamente”, el autor se divierte como un niño “con el lloro de un tenue soplo de viento o con el soliloquio, siempre igual, de la fuente olvidada”, fuente que finge viñeta antigua, con sus peces de colores. Él no siente ya “la tortura del amor perdido” ni “el dolor de haber dejado de amar” y se acopla “a la clara indiferencia de la tarde”.
El amor se opone a la guerra en un libro de 1912: El Japón heroico y galante del guatemalteco Enrique Gómez Carrillo. Lo primero que el autor observa en el Japón es que todo mundo usa lentes y anda semidesnudo cada vez que puede. La sonrisa es perpetua en los rostros y en los alegres Kimonos de las mujeres. En todos lados hay teléfonos y se ven alambres, postes, luces eléctricas. El autor dice que los poetas se refieren al Yoshiwara como “la ciudad sin noche” pero mejor harían en llamarla “ciudad sin día”, puesto que es “la cristalización de una bella noche de placer”.
Las “musmés” del Yoshiwara son como “juguetes de carne” colocados en escaparates, inmóviles y semejantes a íconos. Antes, a propósito de unas “musmés”, el autor anotaba que todas parecían “fabricadas en el mismo molde y movidas por igual resorte.” Las bocas diminutas van pintadas de carmín, lo cual las vuelve más pequeñas e infantiles. El mecanismo de los modales y actitudes las vuelve uniformes. Recuerdan sisters americanas que “llenan los cafés-conciertos europeos de automáticos bailes.” Todos hacen el mismo gesto con la misma “gracia grave” y “coquetería discreta”. Las “musmés” del Yoshiwara mezclan el aspecto de muñeca con la inmovilidad del maniquí. Las cortesanas y “geishas” (cantantes, guitarristas y bailarinas) son admiradas en el Japón y conservan elegancias antiguas. Alrededor de ellas circulan leyendas raras y Gómez Carrillo transcribe algunas.
La naturaleza robótica de las “musmés” ya se veía desde antes en las crónicas de Tablada y en la novela de Champsaur, Muñeca japonesa, donde un personaje tenía la impresión de copular con un objeto artístico vivo. Al acariciar a la “musmé”, le parecía besar los labios de cera pintada y dorada de una andreida, sin nervios ni sensaciones: creía poseer la boca de una muñeca indiferente. La novela de Champsaur apareció el mismo año en que Gómez Carrillo publicó su libro. El capítulo sobre la mujer-muñeca se titula “Palabras en la noche” y en el dibujo correspondiente se ven la luna y un murciélago. Dentro del modernismo el Japón es un tema avanzado e implica el paso hacia la vanguardia. La mezcla de los adelantos europeos con la antigüedad del País del Sol Naciente muestra una condición transicional del país mismo. Esa condición transicional se muestra en la poesía y en la prosa de los visitantes, que adaptan la antigua capacidad de síntesis japonesa a la literatura ultra-moderna. El mismo Champsaur en su novela anuncia un libro de poemas titulado Aeroplanos, lo cual nos hace pensar en el libro Avión de Kin Taniya.
Ramón Gómez de la Serna observa en su libro Senos (1917): “Los senos japoneses son senos menudos, senos de malakita a veces. Otras veces de jade, otras veces de papel de seda, otras veces senos como nenúfares o camelias. Los senos japoneses son senos de grandes muñecas con senos nacientes, entre otras razones porque el Japón para vivir en una mayor dicha de alborada, no sólo es el país del Sol naciente, sino de los senos nacientes.”
Los poetas mexicanos coinciden con el metafórico prosista español, adoptando la forma japonesa. Dice Tablada en El jarro de flores (12922): “Los senos de su amada / El amante del trópico / Mira en tu pulpa blanca” (“Guanábana”). Y José Rubén Romero en Tacámbaro (1939) observa: “Buscando huevos de gallina / por los rincones del granero / hallé los senos de mi prima” (“El granero”).
Romero escribe sobre Tablada: “…ha sido en México el más original y comprensivo representante de todas las grandes innovaciones estéticas y quien sabe acoger, sin miedos ni vacilaciones, todos los gritos de novedad y todas las novedades de la inquietud”. Romero añade: “Sus ‘haikais’, que él ha sabido divulgar e imponer, están en mi libro, algunos conservando la ‘manera’ tradicional; otros, solamente con una reminiscencia de esos poemas sintéticos, tan llenos de sutil fragancia y de profunda sabiduría.”
Semejante a Tablada al ir del modernismo a la vanguardia es Huidobro.
La distribución irregular de las prosas de Champsaur le sugiere a Huidobro la forma geométrica de su poema “Nipona”, sobre la flor rara del edén llamado Yoshiwara, poema que parece ser un edificio con techo triangular reflejado en el agua. Huidobro consuma el ritual estético de unir el arte literario con el arte gráfico, sólo que en vez de publicar una novela con ilustraciones a color, publica un poema con forma de edificio en el libro Canciones en la noche (1913). El tema de la mujer-muñeca fascina a Tablada y a Huidobro por las posibilidades críticas e irreales que ofrece.
La “muñequita japonesa” que el poeta ve “como un biscuit” (bizcocho) en el poema “Nipona” le inspira dos poemas al salvadoreño Raúl Contreras: “¡Cómo me gustaba mirarla en la calle” y “Volvió la muñeca”, poemas de la sección “Flores de primavera” del libro Poesías escogidas (1922).
En el primer poema está el verso “¡Era una muñeca de biscuit!” y se refiere a “una gentil princesita” con labios de guinda, formada por las hadas bajo la luna. En el segundo poema, una princesa que llora su cautiverio, en el palacio del Hada Amargura, es salvada por el príncipe, que la coloca sobre las alas de una mariposa, y se van los dos, como Pulgarcito (Little Tom Thumb) y Pulgarcita (Thumbelisa), hacia las playas de “sus patrios lares”.
En la novela de Champsaur, La muñeca japonesa (1912), Sameyama, hija de un negociante arruinado, se va a vivir al Yoshiwara. Las tres “geishas” que danzan con velos translúcidos antes de la partida de Sameyama, le hacen pensar al autor en seres artificiales. Y las cortesanas son diosas vivas, muñecas humanas, ídolos públicos, mujeres-flores en el “invernadero de estupro” de las Casas Verdes. Sameyama tiene pesadillas acerca de hombres monstruosos persiguiéndola (con rostros como máscaras) o acerca de enormes simios. Uno de los ilustradores del libro, Harukawa, la muestra poseída por un mono blanco. Una sirvienta teme a los vampiros. Sameyama cuenta historias de amor irreal, como la de la “musmé” que se ahoga en un río al acercarse a un ave del Paraíso que dice ser el amante que la dejó para irse a la guerra. Los lotos blancos se vuelven rosáceos como los labios de los amantes al morir la “musmé”. Las flores y los colores nos recuerdan La dama de las camelias. Las cortesanas parecen “muñecas animadas que un suntuoso amante de lo ficticio, místico de la voluptuosidad, hubiera vestido para hacerlas parecer muñecas mignardes (melindrosas) y hieráticas, niñas y mujeres a la vez.”
El chileno Francisco Contreras compara a las mujeres con las flores en el poema “Las crisantemas” del libro Toisón (1906): “Exóticas y hieráticas, / como princesas asiáticas, / Pues que son raras, son bellas / Prendidas entre los rasos / o abiertas sobre los vasos, / como monstruosas estrellas.”
Las flores japonesas, hermosas y malignas, son temidas por algunos y desde 1885 surge la parodia. En Las delicuescencias de Adoré Floupette, de Gabriel Vicaire, podemos leer un poema, “Por haber pecado”, que dice: “Mi corazón es un corilopsis del Japón, rosado / y bordado de oro fiero– con el aspecto de la serpiente / Su odio tiene un relente de clorosis tan detergente / que hace, en el Eter baboso, bramar a los egipanes.” La clorosis es anemia por escasez de glóbulos rojos. La relación del motivo oriental de la flor con el motivo griego de los egipanes anticipa el poema de Tablada “La Venus china”, sobre una mujer con pie de faunesa. Lo ilustra Ruelas.
La parodia de Vicaire sólo consigue aumentar la curiosidad del público lector por el japonismo, descriptivo y revelador, científico y artístico.
Para ese público surgen fenómenos como la novela de Champsaur. Al ser iluminados por linternas multicolores, los rincones y los árboles parecen falsos o mera decoración teatral. Las cortesanas son “ávidas como murciélagos vampiros”, y los corazones para ellas no son otra cosa que bolsas de donde toman a su gusto para rechazarlas rápidamente, con desprecio, cuando las han vaciado. Voltaire llamaba “vampiros” a los hombres de negocios.
A veces, las “musmés” semejan “bacantes infantiles y perversas”, sobre todo cuando las coronas de viña virgen encuadran bellamente sus rostros. Continuamente nievan los cerezos floridos. En la poesía japonesa, las flores que caen de los árboles parecen siempre caer del cielo. En un poema de Fukayabu podemos leer: “Flores blancas que caen, que caen de lo alto, / antes que el amargo / invierno haya pasado / ¿será tal vez que más allá del Cielo / la Primavera haya por fin llegado?”
La versión de este poema es de Gutiérrez Alfaro y fue publicada en Argentina en 1928, junto con otros versos.
Champsaur compara las flores con plumas de paloma, y son para él “presagios primaverales y primicias de voluptuosidad”. Sameyama se mece en un columpio bajo la nevada de pétalos fragantes de un cerezo en flor. Sameyama se une con Jack Campbell, oficial de la marina británica, mientras el novio de Sameyama, Genso, los observa.
El contacto de la cultura inglesa con la japonesa está simbolizado por la unión de Campbell y Sameyama. El amor de estos seres es tierno y sensual. En un principio él se siente como un muñeco: es el autómata de la andreida. Sin embargo, con el tiempo, los aspectos desconocidos del alma de Sameyama empiezan a surgir. Las rosas son para ella almas de “musmés” de antaño, que fueron castigadas por Buda al ser vanidosas y fieras. Todas las rosas se parecen, y así las “musmés” egoístas no se sienten tan extraordinarias al nacer otra vez. ¡Frágil reencarnación! El aroma de las rosas es el beso del alma de las “musmés” castigadas. Desnudo Sameyama juega con un gallo de larguísima cola. Y Champsaur nos narra sus amores con Campbell, eróticos y a la vez infantiles. Finalmente, Campbell vuelve a su país y queda de escribirle a Sameyama, que ha aprendido inglés. Con todo, Campbell quiere las cartas de ella en japonés. Y se despide del país que tanto le ha gustado sabiendo que lo conoció profundamente gracias a Sameyama. Ella, por su parte, piensa casarse y alejarse del Yoshiwara. El motivo del idilio en Japón seguido del regreso a la patria figura en Hojas de bambú, de Rebolledo, sólo que en el caso del autor mexicano el idilio es con otra viajera.
Continuará…
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Autor de Miedo en castellano (1973), Los sueños de la bella durmiente (1978, ganador del premio Xavier Villaurrutia), La inocencia hereditaria (1986), Almas visionarias (1987), La habitación secreta (1988), Casa de horror y de magia (1989), El libro de lo insólito (1989), Orquidáceas (1991), Neon City Blues (2000), Historia mágica de la literatura I (2007), Ensayos (2009) y La ciudad de los bosques y la niebla (2019).
¡LLÉVATELO!
Sólo no lucres con él y no olvides citar al autor y a la revista.